Días pasados, aconteció un suceso en el norte de Galicia que tiene locos a los periódicos de la zona. El núcleo del asunto tampoco es que vaya muy allá: intruso entra de noche en una casa, se supone con intenciones de robar; la pareja que habita la vivienda se despierta y el marido, armado con un cuchillo de cocina, acude en búsqueda del supuesto ladrón. Ambos forcejean; el dueño asesta una puñalada mortal a su incómodo visitante y fin de la historia.
Pues no. A medida que se han ido conociendo detalles, el asunto se ha vuelto más escabroso y tiene a la opinión pública gallega comentando la jugada en bares y marisquerías. Lo que transcendió en primer lugar era que el finado tenía 17 años y pasaba por ser un modelo de chaval: buen hijo, buen amigo y un estudiante de matrícula. A ello añadimos que sus padres son gente respetada y conocida en la zona. El agresor tampoco es que fuera un mafioso ni líder de una banda de macarras, sino un hombre en sus sesenta y tantos con una vida muy normal pero bastante menos popular que el agredido. Y aquí saltó la alrma: ¿y si la cosa no fue como la cuentan? Después de todo, un adolescente que lo tiene todo ¿para qué va a entrar en una casa, de madrugada, a robar a dos pobres ancianos? Seguro que hay gato encerrado.
De nada ha servido que el cadáver apareciera con guantes y con una copia de las llaves de la casa en su poder, curiosamente la misma que la pareja escondía en el exterior de su vivienda para evitar despistes. ¿Por qué le dio al chico por entrar de madrugada? ¿Para ver un partido de la Copa América? ¿Con el objetivo de propinar un buen susto a los que allí dormían y luego echarse unas risas en compañía de su pandi? ¿Se trataba de una apuesta? A mí, al menos, me parecería algo, sino raro, al menos extravagante.
Imaginémonos por un rato que esto lo vemos en una peli americana en su justo orden y concierto: pareja de venerables ancianos duerme plácidamente, escuchan un ruido, el marido baja las escaleras armado con un bate de béisbol recuerdo de sus tiempos mozos (en USA no puede ser otra cosa), encuentra a un drogadicto bien conocido en los círculos policiales y le arrea un mamporro de los que hacen época. A partir de ahí se desarrollaría la historia con el hombre abrumado por las consecuencias de sus actos, el descubrimiento de que el muerto era en realidad el nieto descarriado que dejaron de ver cuando era un bebé, etc. Todos sabemos lo que le gusta un dramón a la industria del cine. Pero la realidad a veces supera la ficción y, en el caso que nos ocupa, el finado ha pasado de ladrón a mártir. Todo consecuencia de su fama de adolescente modelo y pluscuamperfecto.
No seré yo quien condene a alguien que no lo merezca, sobre todo porque no estuve presente en el momento de autos y no tengo el gusto de conocer a ninguna de las partes implicadas. Pero estoy segura de que si el intruso fuera un gamberro de manual, el suceso, a estas horas, habría caído ya en el olvido. No ha sido así: hoy mismo las fronteras entre héroes y villanos están diluidas y el papel de víctima y verdugo ha sido invertido.
Todo esto me lleva a pensar que, efectivamente, ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos, y que, en la mayoría de las ocasiones, la reputación es tu mejor carta de presentación, hagas lo que hagas. Siempre pensamos lo mismo: que los malos tratos y los abusos se dan solo en ambientes marginales, aunque las estadísticas señalen que son las clases altas quienes más los practican. Pero nos negamos a creer que alguien con pedigrí sea menos que un santo. Nuestra objetividad, en asuntos como éste, se encuentra apagada o fuera de cobertura.
Las pruebas descubrirán la verdad. Pero, mientras tanto, la sociedad ya le ha dado la vuelta a la tortilla y pronunciado su veredicto sin pensar que, a lo mejor, la realidad nos está a punto de pegar una sonora bofetada en los morros a todos. O no...
El pueblo escenario del crimen
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