Lo voy a soltar así, sin anestesia: creo que la tristeza tiene una mala fama que no se la merece. Cuando yo era muy pequeña escuchaba una canción que terminaba uno de sus versos con las siguientes palabras: "por lo demás estoy bien; un poco triste". Me gustaba mucho, tal vez porque ya entonces intuía que eso es lo que nos pasa a los mortales regularmente.
Igual que hay que sentir dolor para consiguir identificar la felicidad, también hay que estar triste de vez en cuando para poder contagiarte de alegría en alguna que otra ocasión. Es ley de vida. Dichos opuestos son necesarios porque, de no existir, no sabríamos identificar las emociones. Me quedo a cuadros cuando alguien me cuenta que su estado habitual es normal, sin altibajos; me cuesta pensar que una persona con una existencia tan plana consiga experimentar emociones que le hagan empatizar, enamorarse u odiar, todos ellos sentimientos que te permiten saber que estás vivo y avanzar hacia delante. Tal vez los posea, pero se estén negando a sí mismos, y a los demás, la posibilidad de identificarlos, con la consiguiente debacle íntima que ello puede acarrear. La otra opción, el que se trate de psicópatas incapaces de albergar sentimientos, prefiero ni planteármela. Pero si este colectivo me despierta serios interrogantes, más ojiplática me dejan aún aquellos que juran y perjuran levantarse y acostarse todos los días en un estado de felicidad plena. Si partimos de la base de que la felicidad absoluta es patrimonio de los tontos, díganme ustedes cómo puedo calificar a este colectivo de individuos perpetuados en la dicha. Pues nada, enhorabuena y a disfrutarlo, majetes.
Volviendo a la tristeza, creo que es un estado emocional con muy mala prensa, en muchos casos, insisto, vapuleada sin motivos. A diferencia del bajón, que sobreviene de golpe y te pilla normalmente con el paso cambiado, la tristeza llega poco a poco, como una especie de bruma que empieza a asomar por el horizonte y que acaba invadiendo tu existencia. Si la tuviera que describir gráficamente, sería como entrar en una casona abandonada, que conserva mueble y cuadros de otros tiempos cubiertos con sábanas y gruesas capas de polvo. Recorres las estancias y el viento se cuela por las rendijas de las ventanas, moviendo cortinas ajadas. Es un sentimiento que conduce a la reflexión interior, a la pregunta y a la respuesta, y por el que hay que pasar si uno quiere levantar cabeza y dejar atrás lugares, situaciones o gentes que le dañaron. Las decepciones y la desilusión atrae a la tristeza igual que ejerce de imán para preguntas tipo "¿qué he hecho mal?" y, ya de paso, "¿cómo puedo dejar atrás esta experiencia negativa, sacarle provecho y seguir hacia delante?".
En Galicia, la tristeza es prima hermana de la morriña y la saudade, tal vez porque el paisaje semeja, ya de por sí, una gran mansión tan natural como decadente. Y está bien que así sea, porque te ayuda a reconectar contigo mismo y encontrar ese camino hacia momentos más dichosos. Siempre, tras un día negro, amanece otro gris. A los restantes, solo nos queda pintarlos con el color que más nos gusta.
Tal vez por eso, desde hace tiempo, y cuando procede, mi más ni menos, ya no me da corte contestar la verdad a la pregunta del millón: "¿Cómo estás?" "Bien. Un poco triste".
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