Quiero pensar que la mayoría de los que en su día nos metimos en este lío del periodismo lo hicimos por esa mezcla de aventura y servicio que encierra la profesión: no me imagino mayor satisfacción que estar al pie de la noticia y tener la posibilidad de contarla. Muchos amábamos y admirábamos (el amor es un, a veces, extenuante ejercicio de admiración) a esos periodistas de raza, bregados en los senderos más oscuros de la vida y siempre prestos a transmitir lo que captan sus sentidos. Sin embargo, me cuesta reconocer que ese aspecto épico del periodismo agoniza sin que parezca que nadie esté dispuesto a aplicarle los primeros auxilios.
Hoy, donde hasta el más lerdo dispone de una cámara a mano con la que retratar lo que pasa por sus narices, todos nos hemos convertido un poco en captadores de noticias. Cualquiera puede dar una exclusiva y, de hecho, los medios de comunicación se pueblan de seres de mirada aviesa dispuestos a poner a parir a su hermano por un puñado de euros. Es lo que hay. Todos contamos y todos estamos dispuestos a escuchar (y, peor aún, creer lo que nos digan). El periodista de raza, no obstante, se distingue de la media porque su curiosidad es infinita: quiere saberlo todo y de todos; pregunta, indaga, se mete donde no le llaman.... Y esas ganas de saber y conocer se aplican a cualquier aspecto de su vida. No, no estoy hablando de cotilleo. Me refiero a los deseos de saciar una sed que nace de lo más hondo y que no se refiere obligatoriamente a las historias de cama de cada cual. Un periodista vocacional indagaría menos en con quién se acuesta quién y más en qué situación, hábito o tercero le ha conducido hasta determinados comportamientos.
Pero lo peor, en mi opinión, no estriba en la vanalización del oficio, sino en la pésima cultura periodística que alumbra a los empresarios encargados de dirigir los medios. Me atrevería a decir que la mayoría ni son periodistas ni lo pretenden, y que lo mismo les daría estar fabricando botones en serie que trabajando en prensa. Importan los beneficios; el cómo se obtengan, es otra cosa. Lo cual me lleva a reflexionar sobre el famoso caso de las escuchas de News of the World. Gargantas profundas las ha habido siempre. Sí, en todos los sentidos, mal pensados. Las fuentes son un clásico de la historia del periodismo y, muchas veces, dichas fuentes han recibido bonificaciones por sus soplos. Pero lo que no me parece ético es acceder a la noticia por métodos ilícitos para luego publicar de ello lo más abyecto y dañino para los implicados. El fin no siempre justifica los medios y tal actuación tiene un nombre: delito. Si ya es sucio comerciar con el dolor ajeno en el ámbito privado, más inhumano aún es hacerlo público sin el consentimiento de los agraviados. Hay muchas formas de contar las cosas y demasiada gente dispuesta a hacerlo.
Confío en que saquemos alguna lección de todo esto. No solo que entendamos aquello de que aquí no vale todo, sino también que al periodismo hay que quererlo, no hacerle objeto de los trapicheos más bajos. Que desde el más poderoso al último mono, todos tienen que amar el ofico para que éste salga de la crisis económica y de valores que lo asola. Cuando haces algo sin el más mínimo afecto se nota y tiene consecuencias. Económicas, sociales, pero también humanas.
Muchos de los que hemos trabajado en esto por vocación y devoción hemos acabado quemados por todo lo que lo rodea. Yo diría más: enterrados bajo una montaña de basura que cada día se retroalimenta. Y esto no es justo. Necesitamos nuestro propio 15M para levantarnos y reinvindicar nuestra dignidad como profesionales. Nadie con más criterio ni ganas de llevarlo a cabo como los implicados, es decir, nosotros mismos.
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