Hacerse mayor en tiempos donde la juventud cotiza tan al alza es una faena. A falta de un elixir que nos permita a todos lucir lozanos hasta el infinito y más allá, la mayoría de la población sufre por no ser capaz de reverdecer viejos laureles y complementar un intelecto, que se supone bregado en mil batallas, con un cuerpo escultural y primoroso, codiciado por cualquier portada de revista.
Aunque son cada vez más los hombres que caen víctimas de la maldición de la edad, continuamos siendo las mujeres quienes más sufrimos por el inexorable paso del tiempo. Tal vez porque desde siempre hemos estado sometidas el implacable escrutinio de los ojos de ellos, que cada vez se vuelven más exigentes. Y el saber que la cosa no tiene remedio tampoco ayuda mucho, la verdad.
Una persona bastante próxima a mí suele decir que no le gusta la mujer que ve cuando se mira al espejo, pero que está intentando hacerse su amiga porque les va a tocar convivir durante mucho tiempo. Tiene razón. Creo que el hacerse mayor implica también un extraordinario esfuerzo de aceptación personal, de conocerte y entender que esa persona que te observa desde el cristal con cara de susto eres tú mismo pasado por el centrifugado al que te ha sometido la vida.
La cirugía estética se ha convertido en la piedra filosofal de la época que nos ha tocado vivir. Y no sé si comulgo mucho con ella. Opino que es un bien necesario cuando tienes un complejo físico que condiciona tu comportamiento y merma tu capacidad para moverte en sociedad. Y pienso que resulta absolutamente imprescindible si se intentan reconstruir graves daños físicos ocasionados por accidentes de diferente índole. Pero dudo de su eficacia cuando se hace por mero culto a la belleza. A ciertas edades, lo normal tras pasar por el quirófano para quitarte arrugas es que parezcas una persona de cierta edad que ha pasado por el quirófano para quitarse arrugas, ni más ni menos. Todas las mujeres miramos con envidia a las jóvenes de 20 años que se pavonean orgullosas por calles y parques. Olvidamos que nosotras también tuvimos veintitantos y que, dentro de otras dos décadas, ésas que ahora contemplamos se mirarán al espejo y no se reconocerán.
Es difícil aceptar que nos estamos convirtiendo en nuestros padres. Supongo que de ahí viene la seducción de mitos como el del vampiro, eternamente joven. Personalmente confieso mi debilidad por los rostros curtidos. Me gustan las caras que lucen los hombres y mujeres que trabajan en el campo, por ejemplo. Ahí hay vida. En sus pieles, en sus manos... Me resultan mucho más atractivos que la cara de Madonna sonriendo a medio gas desde cualquier marquesina. No dudo que tenga un cuerpo pluscuamperfecto, pero tanto culto al mismo no puede ser bueno para la mente. Además, los rostros cincelados a golpe de bisturí y productos milagrosos varios, siempre me han parecido un fake, como esas cabezas de las muñecas de porcelana a las que siempre he aborrecido.
Es lógico y necesario cuidarse, primero por salud y, segundo, porque el mimar tu piel y tu cuerpo encierra mucho de amor por uno mismo. Pero no debemos olvidar que el mapa de nuestra cara es un tesoro para el que sepa interpretarlo. Igual que los montes y meandros de nuestro cuerpo. Es la geografía que nos construye y renunciar a ella convirtiéndola en una árida estepa es como renunciar a la esencia que nos nutre. Y en esto, como en tantas otras cosas (lo siento, William Blake), no creo que el camino del exceso nos lleve al palacio de la sabiduría.
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