Vale que creamos a pies juntillas en la presunción de inocencia, pero esta pareja de hecho que se ha creado entre corrupción y política apesta. Quiero pensar que la mayoría de nosotros somos personas de bien, tolerantes y coherentes; pero también debemos de ser bastante tontos, porque la laxitud con la que abordamos corruptelas y desmanes es digna de estudio.
Lo que ha pasado y está pasando en Valencia es para que se nos "combe la peluca", como decía aquella. Pero ni por esas. Creo que Camps, con su estilo chulo y prepotente y ese lema de "yo no he sido" que parece de chiste (ése en el que la mujer pilla al marido en la cama con otra y al figura no se le ocurre otra cosa que decir "cariño, esto no es lo que parece") ha dado pie a mucha literatura sobre sus desmanes pero muy poca acción. Sus historias de trajes y corruptelas han alumbrado largas conversaciones que, generalmente, acababan con una sonrisa de complacencia en plan qué le vamos a hacer, estos gamberretes del PP son así. Les hemos tratado como a hijos rebeldes sin darnos por enterados de que aquí la prole putativa ya está de vuelta cuando nosotros apenas hemos sacado el ticket de ida.
Ellos pueden ser así, pero nosotros también tenemos derecho a ser asá. El principio de la navaja de Ockham, aquel que dice que la teoría más simple suele ser la correcta, debería alumbrar un poco nuestros pensamientos. Si alguien actúa como un corrupto y parece un corrupto, a lo mejor es que es un corrupto y debería ser juzgado como tal por la legislación vigente. Pongámonos en otro caso extremo pero bastante clarificador: imaginémonos que tenemos un vecino sospechoso de ser un asesino en serie. Hay pruebas y testigos que han visto entrar en su domicilio a varias de las víctimas y cada vez se encuentran más pistas apuntando en la peor de las direcciones. A muchos de nosotros, como mínimo, nos entrarían unas ganas enormes de mudarnos de barrio. Jamás sacaríamos el tema en plan regodeo de sobremesa sino que lo comentaríamos con miedo y pavor de tener un delincuente tan cerca. Prácticamente lo mismo ocurriría si tenemos un ladrón durmiendo pared con pared. Paradójicamente, cuando es un político el que comete desaguisados, no nos produce indéntica desazón, a lo mejor porque en nuestro fuero interno asumimos que el que está en política es para trincar. Y no, señores, es para hacer el bien común y representar nuestros intereses. Le pagamos nosotros y si roba nos está robando a todos.
Las proclamas de inocencia del señor Camps ayer fueron de traca. Entonó el "pobre de mí" sin rubor, aun cuando es conciente de que la mayoría de los espectadores le hemos visto sostenella y no enmendalla en más de una ocasión. Las palabras de su corte piropeándole como el mejor presidente que la Comunidad Valenciana ha alumbrado nos producen risa cuando deberían causarnos indignación galopante. Y mientras, Rajoy, a su bola, con la cabeza metida en el hoyo presumiendo de estilo propio. Imagino ya la actuación de nuestro futuro presidente ante el primer problema que deba resolver. ¿Qué hará? ¿Huir del páis? Menudos estadistas de talla nos rodean.
Espero que la justicia trate a Camps como considere oportuno. Y que detrás de su dimisión vengan más (a veces conviene creer en los milagros aunque no sea Navidad). Y que nuestro Parlamento se parezca más al británico y ponga contra las cuerdas al sospechoso de cometer desmanes como ocurrió ayer con Cameron. Nos merecemos políticos coherentes, capaces de dimitir cuando se les pille en un renuncio y valientes a la hora de reconocer sus errores. No aquellos para quienes toda la legislatura sea 28 de diciembre y nos tomen precisamente por lo que ellos no son: inocentes.
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