Por más que le doy vueltas, no entiendo la obsesión de ciertos famosos descerebrados por dejar las mieles que tienen en este mundo y dormir el sueño eterno. O sea, palmarla. Ellos, a quienes basta un chasquear de dedos para conseguir hacer realidad sus deseos (todos, hasta los más retorcidos) se empeñan en abandonarnos y convertirse en leyendas lo antes posible. Y lo cierto es que se lo trabajan.
Es humano ansiar una vida de lujo y desenfreno: tener a tu disposición las cosas más caras, los cuerpos más perfectos. Y es de privilegiados conseguirlo. Pero hay alguno que, en cuanto lo logra, lejos de deshacerse en alabanzas al más acá o el más allá por convertirle en dios en la tierra, se lanza de cabeza a un camino de autodestrucción como si llevara sobre sus hombros todos los pecados de un asesino en serie.
Muchos dirán que el éxito les sorprende muy jóvenes y que su raciocinio no está lo suficientemente formado como para asimilar todo ese derroche de placeres que le asedia. Yo diría más bien que, den la imagen que den, estamos ante voluntades débiles manejadas por intereses que les son del todo ajenos emocionalmente, que no pecuniariamente. Hablo en general, insisto. Para alguien con los objetivos tan claros como oscuros son sus escrúpulos, debe de ser un juego de niños manejar a una personalidad a quien le sobra talento pero le falta formación humana. Si a los que hemos vivido auges y caídas se nos va la pinza en el caso poco improbable de que nos toque la Primitiva, imaginémonos lo que puede ocurrir con alguien a quien la vida le está pasando de refilón. Carnaza para los buitres.
Creo que todos somos responsables de nuestros errores. Pero también es nuestra responsabilidad enmendarlos y no regodearnos en ellos. Si alguien te hace una faena, la confianza se resiente y sabes que tienes que tomar tus precauciones, porque es muy probable que tan bella persona te la vuelva a meter doblada si le das la oportunidad. Todos estamos avisados. Y, poco a poco, a fuerza de practicar el ensayo/error, uno se da cuenta de quiénes son los que le rodean y hasta qué punto tiene que hacer criba.
Imagino que el asunto se complica cuando eres una superstar, te acompañan a perpetuidad las mismas cinco caras de siempre, quienes ya se encargan de convencerte de que sin ellos no eres nadie, y te convierten en un inútil social, incapaz de encontrar los baños en un restaurante. No entremos ya con ese convencimiento que les ilumina a ciertos personajes de que algunas sustancias les hace mejores artistas y que ellos pueden ponerse hasta el moño porque están por encima del bien y del mal y, además, en cuanto quieran, lo dejan. Para chulo, chulo, su pirulo.
Yo confieso que era muy fan de Kurt Cobain, que me encantaba Janis Joplin (¡y Jim Morrison!) y que me creía la imagen pública de buen chaval que destilaba River Phoenix. Por eso no entiendo su final. La mayoría de nosotros estamos ahí, a expensas de cómo venga la marea. Sufrimos, lloramos, nos hundimos y salimos a flote, a veces incluso con muy poca ayuda. Sin embargo, a los habitantes de nuestro olimpo particular les basta un pequeño susto para despertar vientos y tempestades. A lo mejor porque, cuando vives instalado en la adrenalina continua, cualquier bajón es una caída a los infiernos.
Ojalá estos (malos) ejemplos no cundan. Más que nada porque siempre habrá algún fan fatal deseoso de imitar a su ídolo en sus últimas consecuencias. Y recordemos que cuando nos ocurre algo originado por nuestra propia idiotez o tomamos una decisión equivocada a sabiendas, la culpa a lo mejor es nuestra, pero el sufrimiento se convierte en patrimonio de quienes más queremos. Y a eso sí que no hay derecho.
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