Soy una antigua. Si no fuera por el poso romántico que acompaña a la expresión, diría que soy más carca que La Dama de las Camelias. Hoy en día, cuando lo que le mola y pone al personal es mantener entusiastas relaciones a través de internet, yo me declaro ferviente seguidora del cuerpo a cuerpo. Vamos, que no concibo acercamiento alguno sin la inestimable colaboración de los sentidos.
Siempre he pensado que las cosas entran por los ojos. Las que nos gustan y las que no. De ahí las primeras impresiones. Una persona nos puede atraer en cuestión de segundos y, a partir de ahí, comenzar el cortejo y/o acercamiento. Lo que me cuesta entender es ese flechazo súbito que les sobreviene a algunos (y a algunas) sin poder tocar, oler, oír, saborear y, por supuesto, ver, al objeto de sus cuitas. No sé si genéticamente estamos siquiera preparados para tamaño salto evolutivo.
Reconozco que me han contando casos y cosas de personas que se conocieron a través de chats y redes sociales, que las chispa saltó entre ellas mediante el cruce de discursos, y que, con el tiempo, el trato personal superó las expectativas. Me lo tengo que creer porque hay pruebas empíricas de que el asunto funciona y de que ahí hay tomate del bueno. Opino que, lógicamente, el intercambio de floridas palabras con otras personas puede originar simpatías. Los foros son un estupendo punto de partida, porque se asientan ya sobre la base de temas comunes. Cuando los interes coinciden, el resto, con suerte, viene rodado.
Pero también opino que, aquí, escondidos tras una pantalla, todos somos Manolete. Yo siempre digo que la persona que escribe en este blog es, en realidad, mi alter ego. La mujer que soy piensa lo mismo, pero seguramente encierra muchas más debilidades, bastantes más intolerancias y algunas manías que tal vez no pasaran la prueba del algodón. O sí, vaya usted a saber. Pero tendría que hacer un auténtico ejercicio de ciencia ficción para pensar que alguien se pudiera enganchar conmigo solo leyendo mis entradas, sin verme ni catarme.
Me da la impresión de que todos estamos bastante solos. Y nos regodeamos en esa soledad hasta crear un particular avatar que es un hacha en el ciberespacio, pero pierde bastante en las distancias cortas. Y no debería ser así. Todos encerramos algún interés, en mayor o menos medida, y seguro que también somos o podemos ser importantes para alguien. Solo hay que trabajárselo. Lógicamente, es mucho más cómodo entablar relaciones estupendas con esos miles de amiguetes de Facebook, pero el verdadero curro es cuidar, alimentar y conservar una o dos amistades en la vida real. Ahí quisiera ver yo a todas esas estrellonas de las redes sociales. En la realidad nos cabreamos, nos equivocamos, tenemos bajones... y la prueba de fuego es que alguien nos aguante y hacer lo propio con él. Son esos baches los que nos permiten madurar como personas y emprender la criba entre toda esa paja de colegas bienintencionados que nos rodean, espertos en dar la espantá a las primeras de cambio y a quienes les produce dolor de bajos el llamarte de vez en cuando para saber cómo te trata la vida.
Personalmente, el amor cibernético me da susto. El sexo, cada uno que lo practique como quiera, pero los sentimientos son un terreno más difícil. Si ya me cuesta confiar en la gente a la que puedo ver y tocar (la confianza en los otros es mi bien más preciado, pero también el que más tiende a fallarme) no quiero pensar en lo que podría ocurrir con alguien a quien no soy capaz de sentir. Y, no obstante, estos enRedos del corazón tienen que tener un futuro estupendo por delante, porque si no no surgirían tantas empresas de contactos al amparo de esta necesidad de encontrar la media tuerca. Como decía mi madre, "siempre hay un roto para un descosido". Así que, aunque asuntos como estos me sean tan ajenos, enredénse los que puedan y quieran y ¡qué vivan los novios!
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