Cuando era pequeña, me pasaba parte del año deseando que llegara el 18 de julio. En ese día comenzaban las fiestas del barrio donde vivía, se reunía toda la familia a comer y, para mí, no existía otra fecha que encerrara mayor jolgorio y felicidad. Con el tiempo, esa ansiedad infantil esperando el advenimiento del día 18 amainó. A ello contribuyó mi mayor, aunque parco, conocimiento de la historia de España. Comencé a identificar dicho día con el alzamiento y ahora no sé si alegrarme porque encierra recuerdos de mi infancia que no quiero olvidar o ponerme mustia por lo que esta jornada tiene de dolor y sufrimiento. Supongo que ese sentimiento agridulce seguirá ahí, inasequible al paso del tiempo.
Aprovechando que en estas últimas semanas muchos medios se han hecho eco del surgimiento, desenvolvimiento y consecuencias de la guerra civil que asoló España, la 2 emitió un documental (sí, cada vez soy más afecta a este tipo de programas, lo confieso) que venía a contar cómo se preservó el patrimonio artístico de nuestro país durante la contienda. Imagino que estará colgado en la web de TVE la semana de rigor, así que recomiendo a quien no lo haya visto que lo vea si tiene ocasión. Abordaba el programa la manipulación, traslado y custodia de las obras del Museo del Prado para resguardarlas de un posible ataque que acabara de un plumazo con tantos siglos de historia. Por suerte, en su día pude asistir a una clase magistral sobre cómo se manipulan las obras de la pinacoteca y me daba dolor de corazón ver a tanto operario mover aquellas pinturas cómo si estuvieran manejando un cubo y una fregona. Imagino que esto es como el vino: aprendes a catarlo y ya estás marcado de por vida. Que te cuenten los peligros que encierra un manejo inadecuado de semejantes tesoros te pone los pelos como escarpias cuando contemplas toqueteos poco idóneos.
Al margen del viaje que emprendió nuestro patrimonio histórico-artístico por la Península siguiendo las directrices del gobierno republicano, de las protestas internacionales ante lo que ellos suponían (o querían suponer) un incorrecto manejo de los fondos culturales y del desarrollo de las diferentes batallas, me llamaron la atención otras cosas. Por ejemplo, los pocos escrúpulos del bando nacional al bombardear el Museo del Prado aprovechando que pasaban por allí. Se supone que, con anterioridad, una escuadra de aviones había sobrevolado la zona con balizas para señalar dónde tenía que ir a parar el armamento pesado, pero como quien oye llover. Coincidió con la época en la que el gobierno "rojo", necesitado de lluvia de ideas propagandísticas, nombró director del museo a Pablo Picasso. El artista aceptó, aunque sin moverse de Francia, dejando todo el marrón a los que estaban por debajo. Así se las ponían a Felipe II.
En el documental, plagado de imágenes de civiles escapando de los bombardeos, se hacía referencia también a una viñeta de la época que resume el sentir popular. Se veían dos personas observando un cuadro y el texto adjunto venía a ser, más o menos, como sigue: uno de los espectadores pregunta al otro sobre un pequeño desperfecto de la pintura y el otro le contesta que fue producto del mismo bombardeo que mató a catorce niños. El eterno debate entre las vidas humanas y el patrimonio artístico servido en bandeja. ¿Era lícito destinar parte de los ínfimos recursos disponibles a proteger obras de arte en lugar de emplearlos en salvaguardar vidas? ¿Existía realmente la posibilidad de plantear dicho debate? Viendo los desperfectos causados por los ataques nacionales en San Francisco el Grande o el Museo Nacional de Antropología, una se pregunta si el conflicto ético no se diluye cuando quien tiene la capacidad de dañar carece absolutamente de los escrúpulos que se le presuponen y le da igual bombardear una pinacoteca que un hospital. El problema es que a lo mejor es más propagandístico destruir un grupo escultórico que matar a cien mil personas. Para bien y para mal.
Las guerras son deplorables. Siempre. Sirva este 18 de julio para rendir homenaje a quienes durante años fueron condenados al olvido y a aquellos que, ni aún con la miseria y las bombas sobrevalando sus cabezas, jamás cejaron en el esfuerzo de proteger nuestra herencia. Nos toca a nosotros no repetir la historia. Perdonar, siempre: olvidar, nunca.
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