Un par de días atrás saltó la noticia de que a Juan José Cortés le habían pillado con las manos en el gatillo. Para los ajenos a las noticias de sucesos españolas, Cortés es el padre de Mari Luz, la niña asesinada en 2008 por un pederasta y su hermana, aquel hombre que asombró a toda una nación por su saber estar, dignidad, humanidad y coherencia. Entonces se habló de él como ejemplo a seguir: un ser fundamentalmente bueno, pastor evangélico, carismático y simpatizante del partido socialista. Han pasado tres años, Juan José Cortés y su familia continúan viviendo en un barrio marginal de la ciudad de Huelva donde las broncas son tan normales como el comer, y ha sido pillado en un renuncio. Él, acompañado de otros familiares, se lió a tiros con un tercero, también pariente, y se armó tremendo sofoco.
Un mal día lo tiene cualquiera. Armas en casa, no todo el mundo, por lo menos en España. Y, desde luego, cuando alguien ofende, son minoría los que corren a la cocina a agarrar el cuchillo jamonero para clavárselo a su ofensor en toda la panza. El que una persona, en principio tan dialogante, recurra al disparo fácil, da mucho que pensar. Tal vez el hombre estaba sometido a una situación de estrés que ríase usted de la cosa griega. O quizás fue un arranque de esa locura transitoria a la que tanto partido sacan cine y literatura. Como toda justificación, Cortés ha aducido aquello de que "la noche le confunde". Vamos, que tiene el puzzle patas arriba y necesita volver a recomponerlo. Por si acaso, el Partido Popular, que se dio muchísima prisa en acogerle en su seno cuando este hombre demostró tirón mediático, ha dicho que "estudiará la situación". O sea que, si el asunto se pone feo, lo mismo Juan José se queda sin su puesto de asesor de justicia de los populares. Algo que, así, a primeras dadas, no me parece de recibo si tenemos en cuenta que el PP ha perdonado a borrachos al volante, puteros y amantes de trincar trajes manteniéndolos en altos cargos durante años. Claro que todos estos tenían bastante más patrimonio y galones que los que luce Cortés.
Soy desconfiada por naturaleza, lo reconozco. Y la vida no juega a mi favor, con lo que cada vez me vuelvo más dura de pelar en este sentido. No me extraño de nada. Sobre todo de las salida de tiesto de las personas a las que nadie me ha presentado. Es relativamente fácil construirse una reputación y una personalidad pública repleta de cualidades y buenas intenciones, pero mucho más complicado mantenerla en la intimidad si tanta maravilla no viene de serie. Sobre todo porque nadie tiene el superpoder de estar las 24 horas del día en guardia y con las barreras subidas para no ser pillado con el culo al aire.
No digo yo que Juan José Cortés sea un mal hombre. En realidad, desconozco tal cosa; jamás me he tomado una cerveza con él ni he trabajado a su lado. Pero sí es cierto que la cabeza se nos va a todos alguna vez, aunque en la mayoría se manifieste soltando por la boca exabruptos que luego nos comprometen (lo de liarse a tiros lo dejamos para nuestras fantasías más psicóticas). No estoy justificando su actitud, pero sí pienso que cuando uno muestra una inusitada entereza ante cualquier desgracia sobrehumana, el dolor, el rencor y la indignación tienen que salir por algún lado, a no ser que seas el orgulloso dueño de una personalidad psicópata. A lo mejor a este hombre ya se le hinchó la vena en su casa junto a los suyos y estos son los últimos coletazos que han salido a la luz. Eso o que es un actor que ríase usted de De Niro. Pero, evidentemente, la entereza tiene un precio. Y, a veces, confundimos el significado de la palabra dignidad. Dignidad no es mantener la compostura en momentos difíciles cual maniquí de escaparate; dignidad a veces es llorar, patalear, vaciarse por dentro, tomar aliento y seguir hacia delante, sin miedo a justificarte ni a que los demás sean testigos de tus debilidades.
Siempre he dicho que me cuesta empatizar con la gente que no expresa sus sentimientos. Sobre todo proque me obligan a hacer un considerable ejercicio mental: imaginar lo que les pasa por la cabeza. Lo cual te lleva elaborar teorías sin refrendo alguno. Pero ni eso te prepara para reaccionar cuando la persona se rompe. Por eso prefiero no acusar al presunto culpable antes de ver las pruebas. No creo que sea el momento de soltar a los perros para que huelan la sangre de otro animal herido. Todos tenemos derecho a explicarnos, a reconocer nuestros errores y a que nos consideren culpables si lo merecemos. Mientras tanto, yo a lo mío: "quiéreme cuando menos me lo merezca porque, seguramente, será cuando más lo necesite".
No hay comentarios:
Publicar un comentario