El programa televisivo El Intermedio, de la Sexta, llevaba días denunciando las barbaridades de esa tradición tan patria llamada el Toro de la Vega, que se celebra en la localidad de Tordesillas desde el siglo XVI. A quien ande liado en asuntos de alta política y se haya mantenido al margen de la polémica, decirle que la fiesta consiste en soltar a un toro y torturarlo hasta la muerte empleando lanzas para después apuntillarlo con un objeto punzante, que en el día de ayer fue algo tan prosaico como un destornillador. Supongo que era lo que tenía más a mano el hombre que remató la faena y confesó sentirse como "Cristiano Ronaldo" tras acabar de esta forma tan civilizada con la vida del astado. Ronaldo no se ha pronunciado al respecto.
Debo reconocer que solo he visto toros de lejos y en la tele. Y que aunque mi abuela era fan fatal de las corridas de toros y el boxeo (hobbies muy dignos para una señora de avanzada edad, por cierto) a mí nunca me han llamado la atención ninguna de las dos actividades. Alguna que otra vez he intentado atarme al sofá para ser testigo de un lance taurino en la pequeña pantalla, pero no lo he conseguido. Y a pesar de que no quede políticamente correcto, no me ha disuadido la crueldad, sino el aburrimiento. Sin embargo, soy capaz de empatizar con el toro más que con el torero (en mi opinión, la valentía de un hombre se mide en el plano emocional, no en el físico) y me parecen de un sadismo desproporcionado estas tradiciones basadas en la tortura que jalonan España con la llegada del buen tiempo. No me refiero solo al Toro de la Vega, sino también a los Toros Embolados -se les coloca a los animales unos objetos de fuego en los cuernos para volverles locos-, el Toro ensogado de Benavente -se le ahorca lentamente- o las Becerradas de El Escorial -un festejo muy pintón basado en la tortura de vaquillas-. Todas ellas actividades tan entretenidas como aleccionadoras.
Durante mucho tiempo, las asociaciones en defensa de los animales, jaleados por hombres y mujeres de bien, insistieron en que aquella cosa tan nuestra de tirar una cabra desde el campanario de la iglesia (en Manganeses, Zamora) no era asumible ni ética ni históricamente. En 2002 se suspendió por las bravas el ejercicio de la tradición y, que yo sepa, quienes la practicaban y contemplaban no han sufrido ninguna tara física ni mental a consecuencia de tan abrupto final.
Y es que no entiendo qué tiene de malo celebrar las fiestas patronales con verbenas, aperitivos y atracciones de feria como todo quisque. Soy incapaz de comprender que alguien, para disfrutar a tope, necesite hacerle daño a otro ser vivo, por mucho que la tradición lo aliente y consienta. Muchas veces me he pronunciado a favor de preservar la herencia cultural de los pueblos, pero está visto que la palabra "cultura", para unos cuantos, es un saco donde cabe de todo. Un libro puede ser cultura; la tortura o el asesinato, no. Y, si desentimos, quitémonos las caretas a bastonazos de una vez, tiremos la casa por la ventana y aceptemos como bienes de disfrute público tradiciones tan señeras como el garrote vil o los métodos de la Inquisición española, que tanta alegría dieron en su día a la curia. A su favor reúnen un componente histórico innegable y lo que más regustillo nos produce: sangre, sudor y lágrimas. ¡Que siga la fiesta!
Buenisima la entrada
ResponderEliminarde verdad que si
Sencillamente genial.
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