Educativa, responsable y fundamental la polémica que se ha montado alrededor de este impuesto sobre el patrimonio que el gobierno socialista nos va a cascar queramos o no. Políticos a la greña, tertulianos en pie de guerra, el populacho con cara de póquer y todo por una norma que seguramente durará lo que un bollycao a las puertas de un colegio. El Partido Socialista la implantará y el Partido Popular, en cuanto tome posesión de sus nuevos poderes de aquí a un par de meses, la eliminará, la modificará o se la servirá en bandeja de plata y convertida en alpiste a las grandes fortunas de este país.
Mientras que en otras naciones de Europa, los pudientes se han ofrecido ya a arrimar el hombro y tirar de hucha para pagar más impuestos (no vaya a ser que el pueblo se nos soliviante y nos monte una revolución que ríete tú de la francesa), aquí, los de siempre siguen queriendo mantener sus dineros intactos cuando la mayoría contempla impoluta cómo, cada día que pasa, sus finanzas aceleran el ritmo de esta caída libre que iniciaron hace ya tres años. Nada nuevo. Normalmente, uno no amasa millones gracias a su generosidad innata, ergo es de recibo que no quiera soltar ni cinco céntimos de euro, aunque sea para el bien común. No obstante, y volviendo a la cosa lógica, si lo miramos objetivamente, es justo que, quien más tenga, arrime el hombro para que, entre todos, consigamos echar a andar esta locomotora de carbón, cascada y despintada, en la que se ha convertido España.
Entiendo la preocupación del gobierno y su esmero en no molestar a quienes mueven los hilos pero, total, para lo que le queda en el convento, mejor cagarse dentro y que otros se coman el marrón. España está en manos de los bancos y las grandes corporaciones, cuyos accionistas son, precisamente, los más ricos del lugar. Y si los bancos miraron para otro lado cuando la crisis les estalló en los morros, es evidente que sus directivos no van ahora a mutar en seres desprendidos, mártires de la sociedad capaces de renunciar a sus cuentas en Suiza por el bienestar de sus compatriotas. Me los imagino cabreados, quejicas y respondones, cual crío repelente en un aula de Infantil.
A todo esto, como de lo que se trata es de recaudar, en un principio el proyecto consistía en que pagaran aquellos cuyo patrimonio fuera igual o superior al millón de euros. Como el monto no parece que aliviara demasiado las arcas del estado, y para no ahogar todavía más a nuestros pobres ricos metiéndoles mano en sus abultadas cuentas corrientes, la cifra se ha bajado hasta los 700.000 euros. No voy a entrar en exenciones, tributaciones y tramos, pero sí contaré un anécdota que presencié el otro día, cuando aún se barajaba el millón: una periodista de derechas, tertuliana en un programa del mismo sesgo, barruntaba insultos contra el gobierno porque, decía, "la mayoría de los españoles tiene un patrimonio de un millón de euros". Lo justificaba diciendo que, quien posee un piso en Madrid y un apartamento en la playa, alcanza esa cifra con creces. Y no le falta razón, siempre que tu nidito esté situado en la zona noble de la capital y, además, dispongas de un loft de tropecientos metros a pie de playa marbellí. Pero la mayoría de los mortales solo hemos visto esa cantidad en el concurso Atrapa un millón. Por mi parte, estoy segura de que jamás reuniré semejante cifra, ni en mi cuenta corriente ni debajo del colchón.
No deja de sorprenderme tanta manipulación y tanto insulto a la inteligencia de los demás. Para empezar, las últimas estadísticas afirmaban que solo 86.000 españoles reunían una fortuna de más de un millón de euros. Al parecer, todos amigos y familiares de esta señora. Me parece inmoral e indigno soltar una barbaridad de tal calibre para defender la distribución clásica de la riqueza: que los ricos tengan más y que los pobres tengan cada vez menos.
Me recuerda esto la historia del nacimiento de la derecha, cuando dos hombres primitivos se encuentran, uno arrastrando su presa recién cazada y el otro sin presa pero con garrote. El del garrote, ni corto ni perezoso, le arrea una somanta de palos al cazador y se lleva el botín. Poco a poco se da cuenta de que no necesita cazar para sobrevivir, pero sí someter la voluntad de alguien que lo haga por él. Dicho y hecho, utiliza la amenaza para amedrentar a otro y conseguir un esclavo que trabaje a sus órdenes. Emplea el mismo método para hacerse con un segundo esclavo y hasta con un tercero. El problema viene cuando reúne un grupo con la capacidad de hablar, debatir y quejarse; llega entonces el momento de dejar el garrote y emplear la palabra para convencer. Y junto con la palabra viene la mentira de "conmigo estaréis seguros", "yo os cuidaré de todo mal", etc., etc. Lo sorprendente es que la estratagema funciona. Siempre. ¿La moraleja? Está en nuestras manos, y en las de los políticos que elegimos, el no consentir que otros vivan del cuento, sean felices y se coman nuestras perdices.
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