Por si alguien aún no lo había notado, no soy la persona más optimista sobre la faz de la tierra. La cosa va más bien por épocas y días: hay momentos en que la botella está a rebosar y otros en los que no queda ni un culín. A mi candidatura para alcanzar la santidad añadiría que soy bastante desconfiada (la vida, encima, ha hecho presión para que no me fíe de casi nadie) y tremendamente intolerante con ciertos defectos ajenos (con los propios tampoco me llevo bien, que conste).
Desglosado ya semejante pliego de descargos, quiero dejar constancia de que, a pesar de mi naturaleza azul oscura casi negra, esta proliferación de agoreros que pululan por los escenarios políticos y financieros de medio mundo me está sentando de pena al hígado. Vale que estemos mal, incluso peor, vale que la economía se encuentre en la cuerda floja a varios metros sobre tierra, vale que el sistema esté haciendo aguas, como una balsa de globos intentando llegar a las costas de Miami, pero lo que no vale es que estén todo el día pasándonoslo por las narices como si la culpa fuera del ciudadano de a pie. Y la culpa no sé, pero las penalidades sí son nuestras.
Todos entrevemos una nube negra del tamaño de nuestras cabezas que asoma por el horizonte. Unos la divisan más cerca y otros más lejos, pero ese meteorólogo de carrera que es Obama insiste en que la nube no es tal, sino un tornado de los que te dejan solo con la ropa interior. El hombre lleva unos días lanzado, vaticinando desgracias a montones cual Rappel tras unos cuernos bien puestos. Y no es que no lo sepamos ni lo aventuremos, no, lo que fastidia que te cagas es que te lo digan. Porque cuando verbalizas algo le estás dando la forma de realidad de la que carece cuando reside en el mundo de la ideas. Y si quien se deshace en frases míticas es alguien con autoridad, en muchos caso hasta moral, apañados vamos.
Si echamos un vistazo al plantel de adivinos que la cruda realidad nos ha puesto delante, tenemos al amigo americano, a una señora alemana, a un gallego con barba y bigote, a un tipo francés bajito y a varios más. Tantos como para darle vidilla a una verbena. A este grupo tan vistoso se le ha unido un tipo atildado que ha tenido su minuto de gloria contándole al mundo que nuestros ahorros van a durar lo que un caramelo a la puerta de un colegio. Y, además, el muy broker se regodea en ello. No digo yo que la cosa no sea así, pero calladito estaría más guapo.
Una amiga me contó una vez que Mario Conde le había dicho por lo bajinis que teníamos crisis para rato. Vamos, que nos plantamos en 2015 a pan y agua. Pero el hombre había conservado la cordura suficiente para no convocar una rueda de prensa y soltar el notición. Todos asumimos que el problema está y es gordo, que no nos merecemos que nadie nos haga un Zapatero (me refiero a sus declaraciones de optimismo desaforado), que nos cuenten la verdad, pero también que no nos digan que vamos a morir todos. Al menos solo unos pocos ¿no?
La crisis existe. El problema es que el miedo también. Y el miedo colapsa, acobarda y hace pupa. Ningún país puede resolver sus problemas escondiéndose detrás del temor, asustando a los ciudadanos cual bruja de cuento. Tampoco pedimos tanto: solo que los que tienen que hacer trabajo de despacho lo hagan bien, que los bancos asuman por fin su parte de culpa, que los ricos arrimen el hombro y que no nos cuenten milongas como que la única solución para sobrevivir es que nos bajen el sueldo. Y, sobre todo, que quienes buscan soluciones no se pasen el día acusando al resto de hacer mal las tareas pactadas mientras barren su propia mierda debajo de la alfombra. Como diría el anuncio, "yo no soy tonto".
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