A quien no haya oído nunca hablar de un término tan peculiar, decirle que la resiliencia es aquella capacidad del ser humano para renacer de sus cenizas. Tras un hecho particularmente traumático (un despido laboral, un abandono sentimental, una grave decepción, la muerte de algún ser querido, etc.) la resiliencia actúa cuando somos capaces de salir adelante, nuevos y mejorados, tras aprender de la experiencia.
Obviamente, no todo el mundo tiene el don de resucitar hecho un pincel de determinados desastres. Sobre todo porque, mientras los vives, piensas que las circunstancias te sobrepasarán, que ya jamás volverás a ser el mismo. Pero el truco está precisamente ahí, en no volver a ser el mismo sino un yo nuevo diferente, más experimentado, con un mayor autoconocimiento... una mejor persona al fin y al cabo.
La resiliencia viene a ser, en tiempos mustios, como una promesa de buen rollo. Sabes que estás en un agujero negro, pero también eres consciente de que ahí afuera hay estrellas. Dicen quienes de esto entienden que es fundamental, en ese proceso de salida del túnel, engancharse a alguien. Tal cual. El hecho diferencial de esta búsqueda del optimismo radica en tener a otra persona a quien admirar o en quien confiar, cuya presencia, en esos momentos de terrible bajón, sirva de guía y estímulo. Puede ser que nos fijemos en la persona inadecuada y nos acabe mandando bien lejos en medio del proceso, lo cual equivaldría a agarrarte la cabeza y hundírtela en el agua lo suficiente para hacer buenas migas con Neptuno. Entonces solo vale resistirse, toser y respirar fuerte. Y pensar que, a lo mejor, el problema no es tuyo, sino del sujeto que has elegido para acompañarte en el camino y que se ha rebelado indigno de tan trascendental papel. En cualquier caso, el fracaso es suyo.
Pero no seamos agoreros e imaginemos que sí, que todos queremos salir y, encima, tenemos al mejor de los comapñeros posibles. Ahora toca cambiar el chip y quitarse ese mal rollo que tanto cultivamos de niños: el temor al fracaso. Cuando éramos pequeños, el cometer errores, las equivocaciones, se convertían en un lastre tremendo que solo acarreaba frustración. Eso era así en tiempos, pero con la madurez, seguro que alguna que otra virtud hemos llegado a parir. Es el momento de reconocerla y recrearnos en ella. Porque sí, porque nosotros lo valemos y porque tenemos todo el derecho a equivocarnos sin penar por ello. Las veces que haga falta.
Igualmente, debemos ser conscientes de que, en ese proceso de renacimiento y aún después, estamos en el deber de expresar lo que pensamos sin temor a que nos juzguen ante cada palabra. Solo nosotros podemos juzgarnos y ya somos bastante implacables, así que sobran los bienintencionados. También tenemos la potestad, como seres humanos viviendo en sociedad, de ver las injusticias y protestar contra ellas para, al menos, intentar cambiar algo de lo que nos es más próximo.
Debemos asumir que no somos héroes de leyenda y que hay cosas, personas y situaciones, que se escapan a nuestro control. Es posible que estas cosas, personas y situaciones nos hagan daño, pero, asimismo, estamos en nuestro derecho de expresar el dolor, patalear y quejarnos hasta que no nos queden fuerzas. Sin temor a hacer el ridículo; el ser humano, en ocasiones, es más solidario de lo que pensamos. Dejemos que nos defiendan y ayuden quienes más nos quieren.
Y entre tanto lloro tendremos que reservar un hueco para buscar nuestra independencia: rechazar peticiones que no queremos acatar sin sentirnos culpables, decidir qué hacemos con nuestro tiempo y espacio, comprender que no hemos venido al mundo para resolver los problemas de otros y descuidar los nuestros sino al revés, ser poco convencionales si nos apetece y tomar decisiones que, a lo mejor, no gustan al gran público, pero que a nosotros nos dejan más anchos que panchos.
Todo eso y más integra ese fenomenal invento de supervivencia y resurrección que es la resiliencia. Quien lo probó, lo sabe.
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