Ya me he recreado antes en mi concepción de la moral cristiana en general y católica en particular. No voy a meter más el dedo en la llaga (¡por los clavos de Cristo!) pero sí necesito hacer un pequeño inciso para reseñar que uno de los mayores objetivos de las religiones es prohibir. Pararles los pies a las gentes de bien en todos los asuntos, conciernan a su vida pública o privada, concede un poder innegable a quien ejerce dicha prohibición, que pasa a controlar el rebaño con bastón de hierro.
Sin entrar en detalles así, a grosso modo, su propósito es impedirnos disfrutar del sexo, de la vida ociosa y de los placeres en general. Ya me diréis qué vida miserable nos espera alcanzando la gloria a través del trabajo y el sufrimiento. Dicen que el premio a semejante sofoco es el paraíso, pero yo disiento: para esta que suscribe, tanto paraíso como infierno se hallan entre nosotros y somos muchos los que los hemos visto. Quiero decir que esto no es como la existencia de Dios, algo intangible: la mayoría de los mortales nos hemos topado con el demonio alguna que otra vez y podemos jurar que ni es rojo ni tiene esa barba de chivo. Perilla puede, pero de lo otro, ni hablar.
Volviendo, que me pierdo. Si resultara -es un suponer- que el cielo fuera una entelequia, el hecho de prohibir así, a lo grande, pasaría a estar desprovisto de muchas de sus justificaciones morales para convertirse en el clásico instrumento de control de masas de toda la vida. Hace uno o dos días, esa ex ministra pepera llamada Ana Pastor declaraba, todo lo ufana que una puede estar sabiéndose ganadora del partido antes siquiera de jugarlo que, en cuanto los suyos aposentaran sus lustrosas posaderas en el gobierno de la nación, cosas tan vulgares como la actual ley del aborto serían defenestradas. Matizadas, las menos; suprimidas, las más. Vamos a ver: no voy a entrar en diatribas morales de si el aborto me parece un asesinato o me lo deja de parecer; de hecho, creo que si yo estuviera en la disyuntiva, me resultaría muy complicado y doloroso deshacerme del feto. Pero una cosa es lo que yo piense y otra lo que opine la vecina del quinto, que allá ella con sus circunstancias. Entiendo que la ley es para todo el mundo, y por eso precisamente no se puede juzgar a los demás y quitarles la posibilidad de elegir. El hecho de que haya una ley del aborto no quiere decir que todas las mujeres corramos en masa a las clínicas; simplemente que tenemos la posibilidad y el derecho de ser dueñas de nuestras vidas y nuestros cuerpos, haciendo lo que nos plazca y lo que nos dicte nuestra moral individual o el sentido común, si es que nos queda algo.
Lo mismo opino de las uniones homosexuales. Pasando por alto que lo que yo no entiendo de esto es el matrimonio en sí mismo, o sea, como institución, decidir sobre la vida y las apetencias sexuales de los señores que tengo al lado me parece hipócrita las más de las veces y descabellado siempre. ¿Mi vida va a cambiar porque dos hombres se casen? ¿Seré yo más feliz o infeliz viendo a dos mujeres convivir en cuerpo y alma? Creo que no, sinceramente. No comprendo entonces el por qué legislar a la baja.
Muchas veces he llegado a pensar que las leyes están para abrir puertas. Que cuando las cierran, salvo en el caso de delitos muy graves, en la mayoría de los casos es para retroceder en lugar de avanzar. Igual que el diccionario revisa de vez en cuando sus palabras en su afán de dar paso a nuevos modismos, nuestros códigos justicieros deben hacerse eco de las reglas sociales no escritas e integrarlas en su ser. Sería ridículo negarse a ello, vivir permanente anclado en un mundo que ya no existe, totalmente ajenos a la evolución.
Sé que es compo predicar en el desierto, pero, ya que tanto nos gusta la disciplina cuartelaria, invitaría a todos a entonar el prohibido prohibir. La prohibición así, por las buenas, solo engendra cabreo, el cabreo crea desorden y el desorden indignación (tampoco voy a seguir porque me vengo arriba y me pongo en modo Espe, acusando a cualquiera que tenga una tienda Quechua de planear un golpe de estado). Y ojito, porque si nos abandonamos a las mieles del nihilismo, como querrían muchos, tal vez acabemos por prohibirnos a nosotros pensar. Y eso, por mucho que algunos piensen demasiado, no mola nada.
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