Al parecer, Mitt Romney ha conseguido los delegados necesarios para erigirse en candidato del Partido Republicano a las presidenciales USA y disputarle el Sillón Oval a Obama. Mi enhorabuena al premiado y mi mas sentido pésame al Tea Party, que apostaba por otros candidatos a la derecha del ya de por sí derechista Romney.
Imagino que, aunque solo sea gracias a las películas, todos tenemos una idea meridianamente clara de cómo funciona esto de la política norteamericana, los asuntos de financiación, los lobbies y el motivo por el que siempre se llevan el gato al agua (o mejor, a la Casa Blanca) señores pudientes y muy bien situados en las esferas del poder. Estados Unidos es el país de las oportunidades, vale, pero para ser presidente se necesita mucho más que la posibilidad de convertirte algún día en el mandamás de la, a estas alturas y creo que no por mucho tiempo, nación más poderosa del planeta. Lógico, entonces, que si uno quiere dirigir el mundo desde Washington, haga recuento de apoyos y sobre todo de dinero, el que suelen soltar los más pudientes del país a cambio de que, una vez que coloquemos al niño, éste le devuelva los favores. Como en España pero sin traje de faralaes, torito bravo, puticlubs y tinto de verano.
Siguiendo esta costumbre tan hermosa, uno de los apoyos que han llevado a Romney a lo más alto del Partido Republicano es Donald Trump, ese millonario conocido por serlo pero, además, por tener unos gustos sinfín horteras, financiar y organizar ese engendro llamado certamen de Miss Universo y matrimoniar con señoras espectaculares cada vez más jóvenes. Últimamente, además, viendo que el mundo no le prestaba la atención que merecía, el tramposo Trump ha sacado la noticia del millón de dólares (muy propio, por cierto), la de que Barack Obama no es americano sino que nació en Kenia, hijo de una madre de 18 años (que, por su edad, no pudo en su día nacionalizar a su hijo como ciudadano de pleno derecho de los Estados Unidos) y, por lo tanto, presidente fraudulento del país de sus amores.
Bueno. Para empezar, está claro que Donald Trump le tiene una tirria a Obama que no es normal. Quizás porque éste sea más alto, más guapo, más listo o, a lo mejor, hasta más negro. Donald el fanfarrón, jaleado por las filas más bondadosas y talentosas de los republicanos, sacó en su día las supuestas pruebas de que el presidente no merecía serlo, todo para que Obama, que debe de ser la persona más investigada de la tierra, le tirara a la cara los papeles de su nacimiento, aquellos que venían a certificar el parto de su madre en un hospital de Honolulu.
Tras semejante bofetada en su muy dura cara, Trump se retiró a meditar venganza en sus aposentos. No le dio tiempo. Hace muy poco, en esa cena del presidente con los corresponsales, que más semeja una actuación de El club de la comedia que un acto serio, Obama se mofó y befó del magnate, diciendo que después de restregarle por las narices el certificado real de nacimiento, la administración ya podía dedicarse a asuntos más serios, como averiguar si en su día los americanos fingieron la llegada a la luna o qué pasó en Roswell exactamente. Una interesante sucesión de chistes soltados ante un invitado de excepción: el propio Trump.
Sinceramente, pienso que el señor Donald, por muy torpe que sea, no es un enemigo a despreciar. Me da a mí que es de los que juran venganza hasta la muerte y más allá, tal vez porque la experiencia me lleva a reconocer a este tipo de seres en cuanto asoman el tupé. Así que, ni corto ni perezoso, enchufó más dinero en la candidatura de Romney y aquí tenemos al republicano, convertido en candidato y, de paso, títere sin cabeza en manos, entre otros, de Trump. El millonario ya le ha recordado a su pupilo que Barack Obama sigue sin ser estadounidense (aquí cada loco con su tema) y que está dispuesto a presionar lo que haga falta para que el bueno de Mitt le saque los colores al primer presidente negro de los Estados Unidos. Menudo panorama: alcanzas el sueño de tu vida para, acto seguido, convertirte en rehén de un iluminado. Por si acaso (y por vergüenza ajena, sobre todo) Romney ha mandado un sutil mensaje diciendo que, con la venia, él pasa del tema. No le arriendo la ganancia: entre el Tea Party mosqueado y Donald Trump cabreado, si yo fuera Mitt Romney estaría ya trabajando, no por mis compatriotas, sino por una jubilación tranquila jugando a la brisca en alguna aldea de Wisconsin. De ser esto Hollywood, Denzel Washington y Julia Roberts andarían corriendo por los pasillos del Capitolio intentando evitar asesinatos y resolver conspiraciones. Que la realidad no supere a la ficción a no ser para matarnos... de risa. Amén.
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