Comentábamos la otra noche, durante una cena, esa costumbre tan fea de nuestra alternancia política. Me refiero al empeño que pone el que llega de nuevas en destruir aquello que haya hecho el otro, sea malo, bueno o regular. Da igual que se trate de algo fundamental para el bienestar de la humanidad: si ha salido de manos y mentes de signo contrario, no sirve. Incluso diríase que resulta perjudicial para la salud.
Debe de ser un trabajo engorroso y fatigoso ir por la vida destrozando pruebas de la existencia de quien no comparte las mismas ideas. No poder sobrevivir con la huella del que estuvo antes, no vaya a ser que pertenezca a un Louboutin y al final nos saque los colores a nosotros, que a lo más que hemos aspirado es a ponernos chanclas del Decathlon. Desconozco si esto ocurre en otros países, aunque quiero suponer que los distintos referentes políticos no se dedican a hundir a la facción contraria con tanto ímpetu como en España. De hecho, espero que así sea, porque en caso contrario nos veo reviviendo la historia de la humanidad cual día de la marmota sin salir jamás del bucle de yo pongo/tú quitas y al revés.
Me parece una falta de responsabilidad y hasta un pelín amoral el no felicitar al contrario por sus logros ni respetar aquello que ha hecho bien intentando, en todo caso, mejorarlo. En nuestro afán por desandar lo andado y dejar nuestra impronta, nos empeñamos incluso en estropear lo ya averiado de serie. Véanse si no las distintas leyes educativas que los gobiernos españoles han parido desde la transición, a cada cual más chunga. Y así vamos a seguir: si un festival o acontecimiento cultural engrandeció a nuestro predecesor, autoinmolémonos y creemos una auténtica boñiga que el que viene pueda pisotear y transformar en abono para geranios. O ni tan siquiera eso.
Aplicada semejante doctrina de lo práctico a la vida privada, nos encontramos con la ley del "y yo más" o su versión "y yo mejor". No solo hay que borrar el pasado si no que tenemos que olvidar lo vivido para repetir la experiencia de la peor manera posible. Yo, sinceramente, creo que vivir no es esto. No se trata de pasar por la existencia de los demás cual elefante en una cacharrería, intentando que aparquen sus historias y experiencias para presentarse cual niños de primera comunión ante nosotros que, reconvertidos en rancios caciques de pueblo, nos creemos lo "más mejor". Queremos ser los únicos y nos olvidamos que todos somos producto de unas decisiones y unos hechos que nos han convertido en lo que somos, catapultándonos hasta el punto en el que estamos ahora. Obviar lo sufrido, lo reído y lo llorado solo para complacer a quien queremos mantener a nuestro lado es enormemente estúpido.
Yo soy de esas personas que intenta no dar un paso atrás ni para tomar impulso. Ya he dicho muchas veces que el pasado se queda ahí y no necesita ser rescatado. Sin embargo, entiendo que sería una soberana tontería hacer lo mismo con las enseñanzas de las experiencias vividas. Somos producto de nuestros aciertos y errores, pero también llevamos un cachito de cada persona que hemos conocido y que nos ha dejado huella. Y tenemos que ser agradecidos, porque tanto si nos han hecho daño como si nos han iluminado el camino, lo vivido a su lado nos ha hecho crecer, reflexionar y curtir nuestra personalidad. No digo que nos pongamos ahora a comernos a besos a quienes nos fastidiaron ni regalarles caricias, aunque sí asumir que, como diría Kissinger, "es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta".
De nada sirve vivir para destruir ni vivir para sobrevivir. Hay que implicarse y aprovechar todo lo que encontramos por el camino. No podemos entrar en la vida de una persona y exigirle que se vuelva virgen. De afectos, me refiero. Igualmente, es nuestra obligación mantener lo bueno que nos topemos aunque haya sido moldeado por otro: desde los lugares que nos hacen sentir bien a las personas con las que nos gusta estar, compartir y hasta respirar. Es curioso como, retomando otro post que escribí en su día, nos preocupa tanto salvaguardar el medio ambiente y nos importan tan poco erosionar a las personas, como si herir a quien nos quiere fuese un mal necesario. Es un mal y punto. Cuidamos la vegetación, mimamos a los animales, preservamos su hábitat y, mientras tanto, destrozamos a aquellos que nos aprecian. Es lo que tiene poseer una razón tan poco racional y un sentido demasiado común.
El borrón no desaparece. Sigue ahí, afeando más o menos lo escrito y recordándonos que en algo nos hemos equivocado, ergo estamos en la obligación de enmendarlo. No hay que darle tan mala prensa. Como tampoco es legítimo formar y reformar tu reputación sobre las cenizas de la generosidad y el buen hacer ajenos. ¡Cuánto esfuerzo se va en destrozar las ilusiones de otro y cuán poco en construir las nuestras!
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