El otro día me puse en contacto con alguien a quien no veía hacía bastantes meses. No sé decir por qué, pero me apetecía mucho y descolgué el teléfono. Después de los saludos de rigor, esa persona me dijo: "no sabes lo mucho que he pensado en ti". Me quedé a rombos. Sobre todo porque, si has pensado tanto en mí, por qué no me has llamado o has intentado hablar conmigo.
En lo que a mí respecta, reconozco que si estoy convencida de que a la otra persona le supone un coñazo retomar charlas conmigo, le voy a dar la lata cuando no le apetece nada saber de mí o que lo que menos le interesa en este momento es tenerme cerca, me abstengo de aparecer en su vida aunque solo sea para saludar. A todos nos ha ocurrido: cuando tus tripas te dicen que es mejor pasar, bien porque el individuo no piensa jamás en ti, bien porque no le parece procedente retomar un lugar en tu vida, lo idóneo es meter la nariz en tus propios asuntos y mantenerla ahí, a salvo de resfriados. Pero, normalmente, esta actitud tiene fundamento; se ha basado en algo que ha ocurrido y que ha ido, no evolucionando, sino involucionando hasta enrarecer el ambiente, convirtiéndolo todo en una niebla espesa de ésa en la que no te das cuenta de que hay alguien a tu lado hasta que te toca. Otra cosa es aquella gente con la que has tenido una relación cordial y que, de vez en cuando, se cruza por tus pensamientos de tal manera que hasta que no la llamas no te quedas tranquilo. Es entonces cuando me resulta sorprendente que me digan lo mucho que se han acordado de mí, los grandes y pequeños momentos en los que he protagonizado sus pensamientos y todas las veces que me han llevado en sus oraciones. Si tanto te he preocupado, si nunca hemos tenido un mal rollo, y si siempre ha habido un mínimo de confianza, ¿por qué no has intentado contactar conmigo como hago yo en este preciso instante? Solo ahora, cuando he sentido que debería preocuparme por ti, sin saber muy bien a qué obedece esa sensación, has reaccionado recordándome lo grandes "amigos" que somos. Raro... y muy oportuno.
Hubo un tiempo en que mi autoestima estaba tan baja que creía que nadie pensaba en mí. De hecho, me había convencido de ello. Supongo que las circunstancias y el tomar decisiones erróneas te lleva a un estado de consciencia que no se corresponde con la realidad. Y, sin embargo, aun entendiendo que no estaba yo como para tirar cohetes y actuar en Eurovision frente a un público cargado de tomates, creo que algo de razón tenía cuando decía aquello de: "piensa en mí... y demuéstralo". Porque si no, yo no voy a saber que te importo o que no te importa nada. Es como cuando alguien te dice que no puedes saber lo que está pensando y eres injusto juzgándolo. Evidentemente, resulta imposible aventurar las intenciones de alguien, pero todos queremos que los demás se hagan una idea de nosotros a través de nuestros actos: si tú quieres que yo piense que eres de una manera, actúa en consecuencia, porque si no lo haces o haces justo lo contrario, yo nunca pensaré de ti lo que tú quieres que piense. Deshaciendo el lío que me he hecho, todos somos juzgados y juzgamos a los demás conforme a los actos, porque constituyen el único instrumento (aparte de la intuición o "la piel") que contribuye a hacernos una idea de lo que son las personas y lo que les importamos o no. Esto es así por mucho que algunos nos quieran encerrar en enredados laberintos y convertirnos en culpables de no encontrar la salida. No me hubieras metido tú ahí, "amigo".
Podemos restar importancia a las personas no hablando de ellas, pero esto no quita que en nuestra mente, en las películas que nos montamos cada día ahí, donde anida la neurona, tengan papeles protagonistas. Porque uno puede evitar mencionar el nombre de alguien, pero no pensar en ese alguien si verdaderamente te provoca sentimientos fuertes. Imposible. Tal incapacidad nos da una idea de la importancia que algunos tienen para nosotros, aunque no del lugar que ocupamos en su escala de afectos si no nos lo demuestra. Y si no nos lo enseña, no tenemos por qué creernos que, para ellos, somos algo más que excremento de mono.
Muchas veces hacemos cosas por los demás solo si sabemos que redundarán en nuestro propio beneficio. Echamos una mano o tomamos una actitud sabiendo que en el fondo nos beneficiará. No estamos pensando en el contrario o, por lo menos, no del todo: pensamos en nosotros mismos y lo que más nos conviene. Eso no es altruismo, ni siquiera cariño; es pura y dura conveniencia. Lo mismo que cuando un gobierno toma decisiones diciendo que es por nuestro bien. No, colega, es por el tuyo. Si fuera por mi bien lo mismo harías cosas que me beneficiaran a mí aunque a vosotros os hundiera la reputación en el exterior, por poner un ejemplo que a todos nos toca los... tabiques nasales.
Es muy fácil decirle a alguien lo mucho que piensas en él durante una breve llamada telefónica sin mayores consecuencia. Lo difícil es colgar y demostrárselo. Porque, entonces, quizás, corremos el riesgo de que nuestras acciones nos rebelen la verdad: que el otro ha pasado por nuestra cabeza cual Fernando Alonso, rápido y a destiempo. Tal vez como consecuencia de estas ideas mías tan ultras (rescoldos de la época en la que andaba pelín quemada, hay que admitirlo), hace tiempo que me he vuelto más simple que el mecanismo de un chupete: no intentes que yo imagine que hay un silloncito en tu cabeza reservado para mí. Enséñamelo y entonces, quizás, nos podamos sentar los dos en él y compartir todo lo que en su día dejamos de compartir.
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