Lo confieso: a mí la película Titanic me pareció un auténtico coñazo. Seré la única, pero a la media hora ya estaba ideando la manera más rebuscada de torturar al personaje de DiCaprio y sacarlo fuera de plano. La cinta me pareció una auténtica memez rodeada de efectos especiales y, encima, cantada por Celine Dion. Más sal a la herida.
Ahora que estamos que lo tiramos celebrando el aniversario del naufragio, y hasta hemos fletado un señor barco lleno de pasajeros ataviados de época, las noticias y memorias sobre el buque se nos acumulan en medios y redes sociales. Vuelven esas fotografías del fondo del mar que me ponen los pelos de punta (lo reconozco: las profundidades marinas me dan muchísimo repelús), las hazañas de héroes y villanos, las odiosas comparaciones y las nuevas tecnologías aplicadas al recuerdo. De entre tamaña marabunta de información, la que esta vez más ha despertado mi curiosidad es la nota a pie de página referida a ese tal Morgan Robertson, que en 1898 escribió un librito llamado Futility en el que describía el viaje de un trasatlántico de lujo (Titan) que choca contra un iceberg y se hunde. 14 años antes de que tuviera lugar el hundimiento del Titanic, la historia ya había sido contada. Una historia que, al igual que la real, sucede en el mes de abril, en un barco de 3.000 pasajeros (el de verdad tenía 2.207)y 24 botes salvavidas (20 en el real). Si el tal Robertson no era un visionario, se le parecía mucho.
Cuando uno bucea en las aguas de internet buscando información del autor de semejante profecía, se encuentra un segundo cuento la mar de vistoso. Según parece, y a pesar de que este hombre (que también llegó a escribir un librito sobre una guerra entre Estados Unidos y Japón con un ataque por sorpresa de los japoneses a una base americana) era un caballero de los que se visten por los pies, tenía sus más y sus menos con una mano. No quiero decir que fuera manco, sino que en su día había comprado una mano momificada que concedía los deseos a quien la poseía a cambio de que, una vez hecho realidad el empeño, fuera vendida a otro individuo y perpetuar así su existencia. Quien tenga tiempo y ganas que le eche un vistazo a los que la fábula señala como sucesivos dueños de esta reliquia, entre los que se incluye, precisamente, un pasajero del Titanic. Lástima que la protagonista de tan estupenda leyenda urbana exigiera una contraprestación a cambio de sus parabienes, porque nos íbamos a quitar la crisis con un chasquear de dedos. Como decía Santa Teresa (otra experta en ir repartiendo reliquias por el mundo), se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.
A mí esto de que la gente se lance a hacer predicciones por doquier me resulta muy curioso, sobre todo porque, algunas, incluso se cumplen. Como ya dije en post anteriores, es muy fácil predecir el destino que le espera a una pareja o la suerte de un país; solo hay que ser un poco observador. Todos nos olemos el pastel, pero la mayoría no lo decimos por temor a incordiar o meternos en líos. Incluso estoy dispuesta a creer que los sueños se cumplen, porque a mí me ha pasado. Sobre todo los recurrentes. Cuando alguien mantiene la misma actitud en mis sueños repetidamente, aunque cambien los escenarios, acaba adoptando dicha actitud en la vida real. Y no creo que yo tenga ninguna facultad paranormal; simplemente el subconsciente nos avisa de que tengamos cuidado, porque algo o alguien no es como creemos.
Mucho deberíamos agradecerle a nuestra intuición cuando enciende la luz roja aunque nuestro cuerpo de luz verde. No hacerle caso supone arriesgarte a que venga un camión de 16 ruedas cargado de estiércol y te lleve por delante. Pero una cosa es predecir realidades, que todos podemos ver a poco que abramos los ojos, y otra son esas extrañas historias de adivinos en serie que, o mucho les ha tergiversado la historia, o habría que pensar que nos llevan varios cerebros de ventaja. Incluyo en el lote a Julio Verne y sus predicciones cumplidas e incluso a Mark Twain, que nació durante una visita a la tierra del cometa Halley y pronóstico su muerte a la vuelta del Halley, como así aconteció.
¿La coincidencia? Todos han sido escritores y varios de ellos vivieron en la época en que las clases altas estaban enganchadas al espiritismo. Hasta el propio Edgar Allan Poe tuvo su "momento Rappel". En The Narrative of Arthur Gordon Pym cuenta la historia de cuatro supervivientes de un naufragio que malviven en un bote hasta que no pueden más y deciden matar y comerse a uno de ellos, un chico llamado Richard Parker. En 1884, ya en la vida real, un barco se fue a pique. Sobrevivieron cuatro personas en un bote. Los tres de mayor edad decidieron comerse al más joven. Y sí, su nombre era Richard Parker.
No me extraña que a veces confundamos realidad con ficción y al revés, creyendo que vivimos una vida que otro escribe con renglones torcidos. Vete tú a saber si alguien no la ha contado ya antes...
Y dejo aquí una canción porque... porque me apetece, qué caray.
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