Se ha hecho justicia divina. O kármica, como la queráis llamar. Las mujeres debemos congratularnos de que ya no somos las únicas que nos depilamor con fervor, nos maqueamos religiosamente antes de salir de casa cada mañana y sufrimos cuando el perfume de nuestras vidas muere y no hay ningún otro que le sustituya ni en nuestra piel ni en nuestra corazón.
Los hombres llevan ya unos cuantos años pasando por el aro de la moda y la belleza, lo cual tiene mérito. Si lo pensamos bien, en cuestión de una o dos generaciones, el hecho de ser hombre ha experimentado un cambio radical. Imagino a un Neardenthal paseándose por nuestros barrios: se volvería a su cueva y no saldría jamas. Ahora ellos se quitan hasta el último pelo que les estorba (lo sentimos por los de la cabeza, que continúan cometiendo suicidio), se ponen sus cremas antes de dormir y al levantarse, se extienden el cubreojeras con devoción mariana y, por supuesto, se liposuccionan con ardor casi patrio.
Las mujeres siempre hemos pensado que si los hombres tuvieran la regla ya habría quien hubiera inventado un potente fármaco antidolor y antisíndrome premenstrual (algo a lo que ellos siempre se agarran para justificar nuestros malos humores; deben de pensar que los buenos momentos obedecen a una inspiración divina). Lo reconocemos: envidiamos que vayan por la vida sin preocuparse de si el azul marino conjunta con el negro o si estos pelos que me empiezan a salir en la espalda quedarán bien cuando me vaya a Cádiz y los luzca en el chiringuito. Por eso abrazamos el nuevo tipo de hombre: no porque está más guapo, que allá cada una con sus gustos, sino porque está más dispuesto a sufrir y a dejarse la piel (literalmente, las ceras depilatorias es lo que tienen) en su nueva vida fashion.
Dicho lo cual, cuando algunos, además, acaben al fin con su analfabetismo emocional y consigan descontrolar sus sentimientos un poco y mostrar al mundo su interior sin pudor, tendremos una nueva especie. Estaremos atentas.
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