viernes, 18 de noviembre de 2011

El puto amo

Tiempo atrás quería comentar lo mucho que les gusta a los españoles la prostitución y se me pasó el arroz. Siguiendo mi enrevesada línea de pensamiento, pretendía no solo hablar de la prostitución física, sino también de la ideológica y de la sentimental, o lo que yo entiendo por semejante trío de conceptos. En eso andaba cuando saltó la noticia de que, en una cárcel mexicana, habían pillado a un número nada despreciable de presos con las manos en la masa, es decir, alegremente equipados de móviles, pantallas de plasma y ordenadores, entre otras tonterías del montón. Pero es que, además, los muy espabilados, pagaban a sus carceleros para que les permitieran disfrutar de visitas conyugales las 24 horas, ya fueran de sus señoras o mujeres contratadas para hacerles la reclusión un poco más llevadera. O de ambas.
Uno puede pensar que tan rocambolesca historia es más propia de una república bananera que de una nación de peso mundial, pero es que acabamos de averiguar que en España tampoco cantamos mal las rancheras. Literal y metafóricamente hablando. En cuestión de días hemos descubierto que algunos de los presos que habitan nuestras prisiones más granadas (provenientes, al parecer, de ese ente misterioroso llamado "mafia de la noche", que lo mismo controla discotecas que apalea famosos) pagaban a funcionarios para que les permitieran vivir como jeques, harén incluido.
Mientras crecemos, imaginamos el mundo carcelario como una suerte de Alcatraz o ya, en el colmo de los desatinos, El expreso de medianoche. Te encierran para purgar tus pecados y sufres el triple castigo: el de la justicia, el de la divinidad (si crees en ella) y el de los hombres, encarnado en los más peligrosos y malévolos compañeros de recinto. Vamos, que cualquiera preferiría encerrarse a cantar letanías en un convento de por vida en lugar de ir a parar a la cárcel, donde hacer realidad el mito del jabón en la ducha es casi lo mejor que te puede pasar.
Pero hete aquí que, no sabemos cuándo ni por qué, la cárcel comenzó a virar de un frío presidio a isla de Jauja. Primero comprobamos con estupor cómo estafadores tan ricos como famosos pasaban una temporadita a la sombra y salían igualito que tras un lifting: delgados, bellos y estirados. Luego nos enteramos de que, en realidad, el tiempo de reclusión casi les supo a poco: les dio la oportunidad de  estudiar, escribir libros y aleccionar a compañeros para que les hicieran los trabajos más arduos, esos que caballeros de su elevada categoría y estricta moralidad (aquí procede echarse unas risas) no toleraban.
Rizando el rizo, parece que la última escena carcelaria semeja más una rave ibicenca que un chavolo de los suburbios. Como adelantaba un par de párrafos atrás, en la llamada "operación Edén" (muy propio, ciertamente) varios funcionarios de prisiones han sido detenidos por aceptar sobornos: servicios de prostitutas a cambio de favores carcelarios. Este último suceso, y varios más que han ido salpicando las noticias los últimos meses, contribuyen a que medre la fantasía de una prisión como lugar de desmadre total, lleno de coleguitas poniéndose hasta las trancas, controlando el mundo a través de su iPad y disfrutando del buen hacer y haber de mujeres en pelotas que, cómo no, acuden al llamado del jefe como si les fuera la vida en ello. Y a lo mejor es que es así. Todo, por supuesto, bajo la tutela de papá Estado, que regaña pero no ofende.
Obviamente, la pregunta es inevitable: ¿dónde queda la rehabilitación cuando el castigo se convierte en premio? Ni idea, oiga. Semejante permisividad, aunque sea una aguja en el pajar, mosquea, porque implica la existencia de un tupida red de sobornos, influencias y agarradas de huevos cuyo alcance no podemos ni tan siquiera imaginar. Más cuando nos preguntamos si esto es costumbre. Llegamos a pensar que ciertas personas afrontan una condena como quien va a un retiro espiritual y no, señores, no es eso. Entiendo la pena como tiempo de rehabilitación, pero no como una temporada de relax donde el que está dentro se tumba a la bartola, manejando el cotarro cual domador de circo, mientras quien está fuera, sin haber dañado jamás propiedades ni físicos ajenos, se juega el futuro y la dignidad cada día.
Todo este merdel que hemos contemplado a través de la pantalla o leído en la prensa enloda la ya de por sí cuestionada justicia. Vale que sea lenta, que los funcionarios se encuentren asfixiados... pero nada de esto explica la corrupción de unos pocos, quienes perciben un sueldo de nuestros bolsillos para intentar que aquellos dispuestos a agredirnos corrijan sus conductas y puedan convivir en sociedad. Seguramente serán una mini-minoría, pero, como los vampiros, cuando salen hacen pupa y enturbian el buen hacer de otros muchos. Y a eso no hay Derecho, con D mayúscula. Ni a eso ni a la condescendencia con que tratan ciertos medios (y sus espectadores) a quienes delinquen. Proporcionarles fama y fortuna después de que hayan sido juzgados y condenados es de dementes, pero aun lo es más planearlo mientras no existe sentencia firme (sí, me refiero al Cuco y otros pajaros de similar pelaje). Ojalá no sea la única que cree que deberíamos hacérnoslo mirar. Todos.

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