Muchas veces nos sentimos solos aunque estemos acompañados de gente. De hecho, a ninguno nos es extraña dicha situación. En determinados ambientes y con determinadas personas, tienes esa rara intuición de que, si fueras a dar con tus dientes en el suelo, nadie te levantaría. Incluido esos supuestos amigos que se lanzan a correr en cuanto el sol ya no te alumbra, siguiendo la estela y los designios de diosecillos henchidos de clembuterol. Lógicamente, no corren hacia ti, sino lo más lejos posible de ti.
Anoche, casi pudimos palpar la soledad de Rubalcaba mientras salmodiaba su ya previsible derrota electoral delante de las cámaras. Estaba el hombre rodeado de cariacontecidas mujeres socialistas, un estudiado coro de velatorio para dotar de solemnidad a momentos tan peliagudos. Lo curioso es que, entre tanta cuota femenina, no conseguí vislumbrar ningún rostro conocido. Ni a Leire -conjunciónplanetaria- Pajín, ni a Trinidad Jiménez. Ni tan siquiera a Carme Chacón, otrora uña y carne de don Alfredo. Desconozco si su ausencia se debía a petición expresa del líder apaleado o si se pasaron a media tarde por Ferraz para después, en un alarde de sensatez, dedicarse a asuntos más mundanos. En cualquier caso, el efecto ante la opinión pública fue el que fue: un Rubalcaba solo, colocado en primera línea de fuego a merced de las bombas, mientras los que creíamos sus amigos y compañeros en la pena, rumiaban la derrota a salvo en las trincheras. Insisto que tal vez más de uno hubiera querido estar allí, cual depositario del último deseo del condenado, pero eso no quita que el imaginario popular lo situara cómodamente sentado en su poltrona doméstica, ahuyentando los espasmos a base de buscapinas.
La soledad de Rubalcaba, esa sensación de humillación íntima, no nos es ajena. Pero si lo pensamos, tampoco debemos envidiar la otra soledad, la buena, esa misma que debe estar rondando a Rajoy. Si el perder ahuyenta a los próximos, el ganar aproxima a los lejanos. El ganador se sitúa en primera línea, adorado cual falso ídolo, a merced de vientos y tempestades, queriendo satisfacer a todos y decepcionando a la mayoría. Mientras, cada noche, tiene que intentar un pacto consigo mismo, con esa conciencia convertida en apretada caja llena de dudas, decisiones, presunciones, con problemas y, muchas veces, sin soluciones, observando cómo los ingratos mercados levantan las faldas a la prima (de riesgo). Es traidora esa soledad del poder, que te convierte en víctima propicia de oportunistas y otros arribistas del montón. Los mismos que, castrados emocionalmente, se toman la amistad como una paripé necesario, renunciando a los apegos y deshaciendo lazos, crecidos en su individualidad, creyéndose la muleta del cojo y el bastón del ciego sin reconocer que la única impronta que dejan en los demás es la de vanidad y vacío. Ellos también están solos, en su ignorancia y en su suerte.
Se ha dicho siempre que el político es un ser de otra raza. El político, al menos el de altos vuelos, es un individuo destinado a bregar con la soledad y convertirla en compañera de camino, amiga y amante. ¿Fácil? A lo mejor no tanto...
P.D.: No tiene nada que ver, pero no me resisto a abandonar el post sin rescatar una reflexión oída hoy en el Metro: "He conocido a demasiados hombres que van por la vida presumiendo de ser buenos tipos y luego se comportan como auténticos canallas. Por eso me he pasado a los malos. Sé que ellos, al menos, no me defraudarán". Ya estáis tardando en aplaudir.
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