lunes, 28 de noviembre de 2011

Realismo puro

He de confesar que estos vaivenes del caso Urdangarín me tienen, si no enganchada del todo, le falta poco. Como ya expliqué en otro post (perdonad que insista, pero esto ya es un culebrón), cuando media España creía que la vida Urdangarín era la vida mejor, va el sujeto y se descubre presunto maleante (y estafador, y ladrón...). Pero lo que más cabrea a la gente llana, esa misma que infantas, lo que se dice infantas, solo ha visto una y en el cuadro de las Meninas, es que este señor tan alto y tan vasco, de tan buena familia, haya hecho de su suerte un sayo y, en vez de conformarse con la estupenda fortuna que alumbra sus tiros a puerta, haya cometido presunto delito para costear una presunta existencia de archimillonario.
A todo esto, la familia real sigue a lo suyo, a por uvas. Parece ser que nuestro monarca, de tanto mirar para otro lado, se ha estampado contra una puerta y ahí lo tenemos, temporalmente (y presuntamente) tuerto. Ya de paso, los programas del corazón están que no caben en sí de gozo elaborando peregrinas teorías sobre qué haría la infanta si se demuestra la mayor. Unos dirán que urge un divorcio (un Romeo y Julieta carcelario; qué bonito); otros abogan porque se queden como están, cuidadando de la prole y yendo mucho a misa para purgar esos pecadillos de juventud, y no faltará un grupo que insista en que doña Cristina sabía muy bien quién regaba su jardín. Querida, toca apechugar.
En fin, que todo esto tiene, al menos, dos grandes beneficiarios: Marichalar, que debe estar el hombre partiéndose la caja desde hace cosa de un mes, y los republicanos, entonando aquello de "ya lo decía yo" sonrisa en ristre. Recordemos que una de las consignas de este cada vez más numeroso grupo en el que me incluyo era el reclamar que los monarcas no siguieran chupando del erario público, una vez que las leyes humanas y civiles no animan su causa. Bueno, las civiles sí, porque ahí está la Constitución dando el do de pecho. Sin embargo, el asunto al que también me referí de las malas amistades del rey (no me cansaré de insistir en ello: uno se retrata en los amigos que elige y puedo poner varios ejemplos), las posibles y por muchos deseadas malas relaciones entre las cuñadas, las ausencias del monarca en no se sabe dónde ni no se sabe con quién, los gastos que conlleva moverlos a todos disque en aras de la representación popular, el casi nulo carisma social del Príncipe y los chanchullos de los yernísimos y sus señoras, convierten a nuestra familia real en una irreal familia que, a poco que continúen por su coronada senda, se asemejarán más a los Simpson que a los regios Borbones de los retratos.
Hoy ha caído en mis manos ese mamotreto histórico llamado El poder del rey y perpetrado por la escritora Pilar Urbano. No voy a leerlo, pero me imagino a don Juan Carlos arrancando sus páginas a mordiscos y pintándole bigotes a la autora. Más que nada porque, versen sobre lo que versen estas pseudobiografías, tienen la mala costumbre de convertir a nuestros reyes en personas reales con minúsculas, de ésas que utilizan las tretas que tienen más a mano para sobrevivir, que buscan enchufes, que dudan y meten la pata continuamente. Y no solo esquiando.
Pero una cosa es ser campechano y otra tener (presuntos) delicuentes en la familia. Si hago un repaso a la mía, la más allegada -de la otra no respondo-, algún que otro cabrón descubro, pero no creo que tenga más deuda que pagar con la sociedad que alguna multa de tráfico. Injusta, por supuesto. Y es que hay determinados lugares y puestos en la vida que no solo te obligan a parecer honrado sino también a serlo. ¿Por ejemplo? No sé... ¿duque de Palma?
Lo que todos los ciudadanos pedimos a la justicia es que no sea ciega ni sorda y que tome ya al mentiroso y al ladrón por los cuernos. Si somos una sociedad democráticamente madura para salir a la calle reinvindicando los derechos robados a punta de mercado, también los somos para cuestionarnos una institución, la monarquía, cuya restauración se basó en la curiosa concepción política de un dictador (o los favores que éste le debía a los Borbones, vaya usted a saber). Todo tiene su época y razón de ser, y no le vamos a negar ahora a don Juan Carlos su más que digno papel en la transición, pero tal vez haya que plantearse si los tiempos no están cambiando y no albergamos ya otras necesidades. Y, efectivamente, cuando la real familia se llena de parásitos, a lo mejor hay que fumigar. Siempre con la ley en la mano, por supuesto.

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