No hubiera querido entrar en el tema del día, esto es, la espantá griega, más que nada por temor a que arrecie mi tendencia natural a la negatividad. Pero veo en las noticias a ese hombre, Papandreu, con pinta de señor decente, y las ideas (siempre contradictorias) bullen en mi cabeza. Así que no me queda otra que ponerme a teclear con "disciplina espartana".
Partimos de una base cuasi heróica: el tal Papandreu, sin miedo al dolor, torea a Merkel, Sarkozy y sus diez mandamientos y convoca un referéndum para preguntarles a sus paisanos si están dispuestos a morir en la horca o en la silla eléctrica. El dilema ya está en la calle; mientras para unos, el primer ministro griego es el alter ego de Superman, para otros se parece más a Cálico Electrónico en su versión más boba e inepta. En estas líneas intentaré explicar las sensaciones que este asunto me produce, aunque no las tenga del todo claras, principalmente porque no sé si quiero tenerlas.
La democracia, ese invento donde el pueblo vota para elegir a sus gobernantes, nació en Atenas allá por el siglo V a.c. Es la heroicidad democrática de los tiempos difíciles la que Papandreu pretende resucitar en su país antes de que acabe el año. Un país que no se ha caracterizado precisamente por su buena gestión, sino por regalar hipotecas como si fueran flyers de discoteca, derrochar en materia de pensiones y otras actividades igual de costosas. No seré yo quien critique el buen o mal hacer de los políticos griegos, pero es innegable que, durante muchos, muchísimos años, se tiró la casa por la ventana. Luego vino el frío y la gente se dio cuenta de que no tenían ni siquiera muebles para quemar. Pero, ¿qué país, sobre todo mediterráneo, no ha cometido dislates de parecido o semejante tipo a estas alturas? Así estamos como estamos.
La mala gestión gubernamental tiene un precio y Papandreu, imagino que en lo personal un poco harto de alemanes y franceses, parece haber optado por la inmolación en lugar de la redención. Para empezar, el hombre ha ido dando largas: "hoy no me viene bien aplicar medidas"; "me tomo un café y enseguida estoy con vosotros"; "es que tengo a la suegra en casa y ella lleva fatal lo del déficit"... Si yo fuera, supongamos, un señor bajito y francés o una señora alemana y de huesos anchos, estaría un poquito mosqueada. En fin, que pase lo que pase con el referéndum, el mandatario griego tiene los días contados y lo sabe. Pero antes habrá tocado un poco los mondongos a los vecinos.
Y esa tocada de pelotas es, precisamente, lo que crea simpatía entre la gente de a pie. De nada nos vale que nos calienten los oídos con que el euro está a punto de ser amortajado. Hartos de que los mercados decidan por nosotros, ya va siendo hora de que nosotros decidamos por ellos. Justo es someter a votación popular las medidas que estrangularán las ya de por sí tocadas economías de una nación. Ni el ejemplo de Portugal ni el de Irlanda parecen servir a un pueblo que se levanta y se acuesta acosado por las deudas y la desesperanza. Y, claro, Sarkozy y Merkel, que lo tenían todo ya organizado, hilvanado e impoluto, ven cómo el cuñado les da con la puerta en las narices y les deja con las maletas en la entrada. Solos en la noche oscura, rodeados de seres cuyo nombre empieza por m (no de monstruo, sino de mercado)... Las Bolsas caen, la Banca se hace cruces, los políticos se mesan los cabellos... Y nosotros pensamos: "Lógico, quien tiene miedo a la respuesta nunca querrá formular la pregunta". Llegan las amenazas, dirigidas, especialmente y sin compasión, a italianos y españoles y todos nos pasamos la semana de muertos opositando para ídem. Si hasta ahora habíamos estado vampirizados, a partir de ayer nos hemos convertido en la novia cadáver.
Esta mañana leía un comentario de un internauta que comparaba la situación griega con una comunidad de vecinos. La comunidad es la Unión Europea y, en cada planta, vive uno de los países que la compone. Imaginemos que entre todos tienen un gasto mensual x. Si uno de ellos no puede pagar o se niega a hacerlo, el resto de los residentes se verá a obligado a aumentar su contribución. Y, solo a lo mejor, al que vive en el ático y es consejero de una Caja de ahorros le duele lo justo; pero al inquilino que llega a fin de mes de prestado, le puede amargar la vida.
La situación económica y social es tremendamente delicada, pero la decisión de Papandreu tiene un mérito: devolvernos la ilusión de que el pueblo también cuenta. De que tenemos cosas que decir, derecho a ser escuchados y, tal vez, alguien dispuesto a hacerlo. Un poco de filosofía griega, por cierto, que no vendría mal aplicarla (se me ocurre) en escuelas, parlamentos y oficinas.
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