Cuando saltó la noticia de los niños robados en España, suceso que aconteció nada menos que durante tres décadas (60, 70 y 80) sin que nadie pronunciara aquello de "Houston, tenemos un problema" pensé que era un mal chiste. Ni se me pasó por la cabeza que, en este mi país, se produjeran sucesos tan aberrantes como los que en su día sacudieron el cono sur latinoamericano. Las dictaduras habían arrancado a los bebés de brazos de sus padres "subversivos" para entregarlos a progenitores postizos que, sin duda, los convertirían en mujeres y hombres de bien, amantes de Dios y la patria por igual. La historia nos ha enseñado que la egolatría no es el camino del convencimiento y que la justicia es más que un derecho divino, un deber muy humano. Por ello, con el tiempo, las familias denunciaron el delito, la comunidad internacional se quitó las manos de las orejas, ojos y boca para echárselas a la cabeza y algunos de esos niños consiguieron volver con los suyos y restaurar la memoria de sus padres y de ellos mismos.
Pero nuestra dictadura, tan de películas en blanco y negro, de seiscientos, de sufridos emigrantes, amas de casa bonachonas, grandes familias con padrinos pasteleros y catetos a babor, no se identificaba con semejantes agravios a tiernos infantes. Al menos, no ejercidos de ese modo. Nada hacía presagiar que en los lugares más oscuros de oscuras clínicas con ínfulas de modernidad se cerraban adopciones ilegales, se firmaban defunciones inexistentes y se traficaba con cuerpos que apenas tenían horas de vida. El médico y el clero (representado por las buenas monjitas comadronas, esas sor Citroen de bata blanca) constituían dos signos de autoridad indiscutible. Al mismo nivel que el alcalde o el notario. Cómo entonces contradecirles cuando te decían que tu hijo había muerto a las pocas horas o días de nacer... Por mucho que las dudas te entraran pensando en qué rocambolesca enfermedad (algunas tan prosaicas como "un enfriamiento") se habría llevado a aquel bebé de mejillas sonrosadas, la verdad, viniendo de donde venía, era única y absoluta. Solo te quedaba la opción de llorar tus penas en casa y en la intimidad y, con un poco de suerte, parir algún hermano tiempo más tarde que mitigara la pérdida.
No me puedo imaginar (y tampoco quiero) la soledad de esos padres, pasar de la alegría absoluta a la tristeza más desoladora, que se lleven a un hijo tuyo de una manera tan brusca negándote incluso el derecho legítimo de ver su cadáver. Y, encima, que tampoco puedas exigirlo, porque sería como predicar en el desierto. Pero si esto me resulta duro, más difícil de digerir me parece aún exhumar los restos años después y ver que el miniataúd tórpemente labrado no tiene ni telarañas. Saber que tu hijo nació, que siguió vivo, que se lo llevaron con una crueldad impropia de quienes han hecho el juramento hipocrático y que vive una existencia inimaginable desconociendo su origen tiene que ser una pesadilla continua.
Al principio, viendo el mapa de los casos registrados en España, aquello parecía una piel de toro salpicada de granos. Lo contemplamos ahora y los granos se han convertido en rosácea o, mejor, en un acné supurante. El tinglado abarcaba prácticamente todas las provincias y regiones, lo que nos hace pensar que tenía que haber personas muy importantes manejando los hilos para conseguir tejer semejante tela de araña.
No entiendo que existiera tanta gente en aquellos años dispuesta a pagar el oro y el moro por tener un heredero. Quiero pensar que hay alguna razón oculta pero, al mismo tiempo, me resisto a reflexionar sobre ello porque la respuesta quizás no sea del todo "católica". Es como la paradoja del País de Nunca Jamás donde viven los niños perdidos y en el que, tras la cómoda superficie, acecha la incómoda tragedia.
Si las estadísticas siguen aumentando, todos los que nacimos en alguna de aquellas tres décadas habremos coincidido, al menos en algún momento de nuestra vida, con un niño robado que no sabe que lo es. Trágico pero real. Nuestro país, las familias y tres generaciones de españoles nos merecemos una explicación. Esto, amigos, también es memoria histórica.
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