Estos últimos días he sido testigo de una disputa verbal entre dos personas por lo que yo creía banalidades. La parte A recriminaba a la parte B haberle hecho un comentario a C que, en cierto modo, afectaba a ambos y les dejaba en mal lugar. Yo no lo creí así y decidí salirme por la tangente entonando el tan socorrido pero insensible "que lo arreglen ellos".
Lo que ocurre es que, a veces, la cabeza no para de darles vueltas a las cosas. En eso estaba cuando me di cuenta de que, a lo mejor y solo a lo mejor, el asunto no era tan banal como pudiera parecer. Y no lo era porque nadie posee la vara de medir el umbral de ofensa ni de dolor de otras personas. Lo que nosotros decimos y hacemos sin reflexionar, simplemente porque nos sale así, puede afectar a un tercero hasta el punto de inflingirle un daño muy serio. No tiene por qué tratarse de un ataque físico ni a sus principios; simplemente puede ser producto de un día malo o de un momento sensible que coloca a la persona al borde del desbordamiento.
Es muy fácil decir que quien tenemos enfrente "se enfada por tonterías" o "se ofende por nada". Ninguno habitamos la piel del otro y lo que nosotros consideramos estupideces pueden significar un mundo para la persona que sufre. Creo que, en estos casos, lo que procede es hacer gala de empatía y pedir perdón, aunque no estemos seguros de que el agraviado haya medido bien nuestras palabras. El perdón es tan barato como agradecido; invocándolo restauraremos la concordia y aprenderemos cuánta verdad encierra aquello de que uno es dueño de sus pensamientos y esclavo de sus palabras.
Pero hablando de ofensas y ofendidos, no quiero dejar pasar el tiempo sin denunciar a ese republicano llamado Newt Gingrich que, en un solo discurso, se ha puesto por montera los derechos humanos, los derechos del niño y, si me apuran, hasta los estatutos de las comunidades de vecinos. Este pedazo de estadista, que cimenta su riqueza en los dividendos obtenidos de Freddie Marc, uno de los consorcios culpables de esta crisis que se retroalimenta, ha declarado, sin que se le mueva una cana, que los niños de 9 años de familias con pocos recursos deberían ponerse a trabajar para nutrir las paupérrimas arcas domésticas. Ya no solo es una aberración viniendo de alguien que disfruta de un púlpito político gracias a este choteo mercantil que nos inunda, sino que implica un abuso democrático y constitucional en toda la regla; una vuelta a lo más negro de la esclavitud que tantos traumas causó a su país. Pero aún más extravagante que todo esto (y aquí llamaría a Mulder y Scullly para que hicieran un trabajo de campo) es la reacción de los votantes republicanos, que le han encumbrado al top 10 de sus muy conservadores altares. La sensibilidad social que Obama mostró durante su campaña ofendió a muchos por ir contra la ética más puritana, pero este llamado público a utilizar y explotar a niños no solo no merece el oprobio popular, sino que es jaleado por gentes a quienes me encantaría conocer. Más que nada para que me explicaran por qué en vez de recrearse en, por ejemplo, teorías keynesianas para salir de esta prisión económica, optan por poner a trabajar a criaturas que aún no han estudiado las ecuaciones de ofensa x + ofensa y= mosqueo que te cagas z.
Como decía Sade, ese hombre que la mayoría del tiempo estaba pensando en lo mismo, ni la virtud se ve premiada ni el mal necesariamente castigado. Yo añadiría que este último, para escarnio de muchos, además, tiene premio. No hay derecho. Y si lo hay, deberíamos hacérnoslo mirar antes de que nuestros hijos nos reclamen las ofensas cometidas.
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