No compañeros, la palabra de moda ya no es recesión sino retrosexual. Por lo menos lo ha sido este fin de semana, cuando varios medios han jugado con el término como evolución de lo que antaño (qué vintage somos) reconocíamos como metrosexual. Según los entendidos, que no sé quienes serán ni qué tipo de méritos atesoran para parir palabros cual champiñones, retrosexual serían todos aquellos hombres que, cerca de la cincuentena, se empeñan en cuidar su físico e insistir en aquello de que por ellos "no pasa el tiempo". Hablamos de varones preocupados por mantener, conservar e incluso reverdecer su aspecto varonil, una masculinidad letal en lo sexual y poco o nada agresiva en lo sentimental. Vamos, lo que toda una dama de abanico y miriñaque desearía para llevarse al pajar.
Como ejemplo de esa pandilla de finas hierbas, citan los casos incomparables de George Clooney, Brad Pitt y Hugh Laurie. Alguno más habrá, digo yo, sobre todo teniendo en cuenta que los mosqueteros eran cuatro a la hora de empuñar el sable. Los dos primeros han cabalgado mares y alfombras rojas con los galones de sex symbol colgados y aunque, a mí, Brad Pitt me pone lo que un tomate pocho, debo reconocer que contemplarles no hace daño a la vista sino todo lo contrario. Hugh Laurie es otra cosa. Me gusta el hombre y el personaje, así que beso a usted los pies. Pero como toda historia tiene que tener un nudo fatalista en el argumento, la mía con Hugh ha sufrido un notable bajón emotivo desde que protagoniza el anuncio de una crema para reverdecer "laurieles". En el spot, el bueno de Hugh, preocupado por los estragos de la edad, echa mano del potingue milagroso para parecer un bello doncel. Nada que objetar salvo el final. Sí amigos (y sobre todo amigas), acercándonos a los títulos de crédito, descubrimos que el británico recurría a la cosmética con el único y, suponemos, loable afán de llevarse al catre a la rubia veinteañera. Siento decírtelo, Laurie, pero tú no necesitas de fórmulas mágicas para ligarte a jovenctas de buen ver: te basta con salir en la tele.
Tengo un conocido, al que veo muy de cuando en cuando, que siempre me insiste en el mismo tema: lo "buenas" que están las féminas con las que se topa en el metro, por la calle e imagino que en el trabajo. Menudo problema para la física. Nunca se lo he preguntado, pero me han sobrado ganas de espetarle aquello de "si tanto te interesan las que se menean a tu alrededor, qué haces aquí perdiendo el tiempo charlando conmigo pudiendo dedicar esos preciosos instantes a trabajarte a mozas más guapas, sexys e interesantes". Me imagino que uno debe sentir cierta frustración cuando se le van los ojos detrás de cualquier jamelga mientras tiene que aguantar la brasa de alguien que desmerece mucho lo que, por otro lado, sus sentidos disfrutan. No sé; tal vez, si la ocasión se presenta, algún día le pregunte por ello. Con esto quiero decir que el hombre es depredador por naturaleza, a cualquier edad y condición. Solo que lo que de joven conseguía con su portentoso físico, de mayor se ve obligado a buscarlo con su prodigiosa cartera. Es muy fácil ser retrosexual si tienes los medios para lograrlo. Y no está mal, porque si nosotras nos vemos empujadas al abuso de cremas, operaciones y dietas absurdas para prolongar la juventud más allá de lo razonable, justo es que ellos comprueben que los mimos personales son, en muchas ocasiones, un trabajo de chinos.
Casi cada día veo en el metro, en un rincón de la estación de Avenida de América, a un violinista. Es un hombre bajito, calvo y bastante alejado de los míticos cincuenta. Tiene un estuche lleno de imágenes de santos y una mujer que le acompaña, sentada en su banqueta e hierática, mientras él entona clásicos de una belleza casi insoportable. Siempre digno, siempre entregado a la música. Es su porte, su sencillez, su mesura, la emoción que pone en lo que hace lo que me lleva casi a soltar alguna lágrima en cuanto lo veo. Tal vez porque a mí no me va lo retrosexual, sino lo retroemocional. Ese hombre, sin fastos, sin cámaras y sin sex-appeal alguno, me resulta mucho más cercano y estupendo que Brad Pitt. Supongo que porque yo, cuando camino por la calle o entro en un bar, no busco machos de carnes prietas ni cincuentones bañados en crema con un cochazo a la puerta; busco personas. Quizás soy de otro planeta, pero siempre me quedará la (en ocasiones vana) esperanza de que no solo El Principito estaría dispuesto a hacerme compañía...
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