Sé que lo que voy a decir puede ser hasta una aberración, pero como soy de verborrea fácil aplicada a los escritos, lo suelto y me quedo tan ancha: creo que las mayorías absolutas son una suerte de perversión del sistema democrático. Un gobierno que cuente con semejante beneplácito inutilizará otras fuerzas tan partícipes en la toma de decisiones como el parlamento, reducido a mero foro de debate sin capacidad disuasoria alguna. El dejar nuestros intereses en manos de una sola fuerza política condiciona la vida pública e, incluso, privada de los ciudadanos que ven, de un plumazo, arrinconados dos de los pilares de la democracia: la voz y el voto.
Todo parece indicar que el PP ganará las elecciones el próximo domingo. No solo ganará sino que arrasará. Lógicamente y, como todo, el poder no depende tanto de quien lo tenga sino de lo que haga este último con él. La virtud y el vicio está en su uso y ejercicio por tanto. Hay quien dice que un partido político en posesión de la mayoría absoluta nunca perderá el oremus en debates fatuos y discusiones de estraperlo. Lo ideal para los tiempos que vivimos: una formación que no tenga oposición alguna ni se distraiga en debates inútiles a la hora de tomar decisiones sobre el gasto público y la reducción del déficit. Lo deseable sería que este hecho fuera acompañado de una forma de gobernar coherente con la responsabilidad de la que se ve insuflada: mandar y decidir con humildad y sin avasallar. Por los ejemplos que hemos vivido en algunos feudos populares (a la Comunidad de Madrid me remito) esto último suena a chiste de los Morancos.
Estamos viviendo la concentración del poder institucional en manos de un único partido. Salvo catástrofes sobrevenidas, en muy poco tiempo, la derecha controlará casi la totalidad de ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas, mientras la oposición se ahogará en las inútiles ganancias que le queden (por méritos propios, además). Es difícil encontrar condiciones más favorables para lucirse en la plaza. Sin embargo, Rajoy y los suyos ya no tendrán coartada ante los errores. No le podrán achacar el fracaso de sus medidas a los desvaríos de una oposición lastrada ni a los aires de grandeza de los nacionalismos. Los fracasos serán suyos y solo suyos, al igual que las victorias que todos ansiamos ver (y no la de las urnas precisamente). No me imagino un escaparate más diáfano para mostrar las, según ellos, medidas definitivas contra la crisis que guardan en el cajón del secreter.
La mayoría absoluta da libertad, pero tal vez sea una libertad imaginada, porque también puede destruir reputaciones e invalidar programas. Y no me imagino lo que podrán hacer nuestros próximos gobernantes si se sienten acorralados (como así será, tarde o temprano) por factores externos e internos. Llegado el momento, no creo que agradezcan el aluvión de votos en el que ahora se regodean. E, insisto, lo que es peor: ni siquiera podrán echarle la culpa al "Señor Rubalcaba" (Rodríguez, según Rajoy) o a las malévolas influencias sufragistas del 15M. Menudo marrón. Que no nos pase ná.
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