Lo confieso: me encantaría que todos los militares fueran como aquel que protagonizaba el sketch de Gila y que, en un tono mucho más campechano que nuestro monarca (dónde va a parar), llamaba por teléfono a su oponente ("¿es el enemigo? ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?") para fijar hora y fecha del próximo ataque. Lamentablemente, los miembros del ejército no hacen gala de tanta chispa a la hora de desempeñar su profesión, salvo aquella que les sale del armamento pesado.
Todo esto viene a mi cabeza cuando leo, y cito textualmente, que "un militar que maltrató a su pareja logra que le rebajen la pena gracias a sus condecoraciones". Al parecer, este hombre, sargento en la cadena de mando, fue condenado en 2008 a nueve meses y un día de presión por empujar y sujetar fuertemente de los brazos a su pareja. Ahora, el Tribunal Supremo reduce la pena a cinco meses porque el culpable había servido en Afganistán, donde normalmente se tiene que recurrir al empleo de la fuerza armada para resolver conflictos (no lo digo yo; lo indica la sentencia). Además, parece ser que dicho individuo había destacado tanto por su buen hacer que había sido merecedor de condecoraciones a tutiplén, lo cual lo convierte casi en un mito de los cuarteles.
Con la venia aquí de los presentes, imagino también que los militares de la dictadura argentina, Hitler o el mismísimo Franco tenían sus solapas cargaditas de galones, y sin embargo son muy pocos los que piensan que estos simpáticos muchachotes eran angelitos de la caridad. No entro a discutir si la pelea de la pareja que organizó el embrollo merecía tamaño escarnio; ni siquiera voy a entrar en el cariz de la discusión porque se trata de un asunto aparte. Lo que me parece aberrante es que el motivo para la condonación de parte de la pena no sea el acuerdo entre las partes, la magnitud del delito, el buen comportamiento del acusado una vez dictada la sentencia o el perdón de la víctima, sino las medallitas que luce el militar en su traje de faena.
Por esa regla de tres, si a un policía le da un jamacuco un buen día y, tras pasarse la jornada deteniendo a los muy malos, llega a casa y le cruza la cara a su pareja, también tendríamos que perdonarle. El pobre estaba estresado y, como en su oficio a veces se ve obligado a usar la fuerza, es lógico que entre por la puerta y prefiera pelear en lugar de discutir. O que un domador de circo saque el látigo para que la letra les entre a sus hijos con la mayor cantidad de sangre posible. O que un futbolista le arree un par de patadas a su parienta porque, total, es lo que hace en el día a día. Según sus señorías, a esto se le llamaría "llevarse el trabajo a casa", ¿no?
De verdad que me parecen encomiables las labores de pacificación en el exterior, y hasta supongo que si nuestro engalanado sargento de hierro ha recibido honores hasta de la ONU no será por lo bien que le sienta el casco. Pero eso no justifica que llegue a su casa y solucione cualquier problema con un mandoble. Sobre todo porque esto lo hace con su santa y la cosa tiene un pase según algunos, pero estoy segura de que si se lía a mamporros con sus compañeros de patrulla, lo mismo le quitan las condecoraciones y se las ponen de corbata. Así, bien apretaditas, para que le de más gustito.
En este país todavía quedan muchos hombres que han hecho el servicio militar y se han visto obligados a manejar armas. Sin embargo, el haber servido a su patria no les da el sacrosanto derecho de pegar a las mujeres ni a ellos se les pasa por la cabeza invocarlo. Otra cosa sería que nuestros tribunales, jartos de cazalla, por cada medalla que uno gane en acto de servicio le rebajen dos meses de pena en cuanto se le crucen los cables y le entre el deseo desatado de hacerle una cara nueva a la parienta. Todo es estudiarlo.
Debe de ser que las misiones de paz aprendes mucho de la guerra y poco de la pacificación. Lo que sí es cierto es que el común de los mortales no somos héroes por salvar al mundo, sino por cómo nos comportamos en nuestra vida cotidiana, cómo actuamos con las personas que queremos y nos quieren, la rapidez con la que sacamos la cara por ellas en lugar de estampársela contra la pared y ese empeño en arreglar los problemas y conseguir agrandar nuestra categoría de seres humanos cada día. La mayoría de estos héroes ni salen en los papeles ni tienen medallas, como no sea la de Santa Bárbara, patrona de los imposibles. Porque no creo que el haber ganado un trofeo te invite a plegar velas, echarte a dormir y vivir de rentas. Al contrario, te crea una responsabilidad: el que nadie se olvide de por qué te hicieron merecedor de semejante honor. Una carga que pesa más que las condecoraciones y brilla menos. La quincalla es lo que tiene, que cuanto más la frotas, más lustre pierde.
Por cierto, antes de que se me olvide, a quien llegó a este blog tras teclear en Google "cómo ponerle un tocado a una dolorosa", que sepa que ya tengo la respuesta: con mucho cuidado. De nada.
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