No hace falta que venga ningún replicante de Blade Runner a decirnos que el miedo conduce a la esclavitud. Lo sabemos todos. Pero semejante conocimiento no nos impide rendir pleitesía a nuestros fantasmas y desarrollar esos pavores cotidianos que nos hacen la vida tan amarga.
Tenemos miedo de muchas cosas: de despertarnos por la mañana y comprobar que la prima de riesgo, aunque no tengamos el gusto de conocerla, ha subido tan alto que está ya a punto de tirarle los trastos al mismísimo San Pedro; de llegar al trabajo y recibir la noticia de que, ajuste por allí, recorte por allá, tenemos los días contados o, simplemente, ya no nos quedan ni horas; de fracasar en nuestras relaciones personales y caer víctimas de intereses ajenos muy poco interesantes; de no tener futuro, olvidar el mejor pasado y malgastar el presente... Y podía seguir, pero, aun llenando todo esto de palabrerío, no lograría reunir ni la milésima parte de los miedos que nos atenazan.
Sentimos temor de sentir temor. El pavor ante los posibles fracaso nos vicia, nos controla y nos obliga a adoptar modismos de los que, a lo mejor, no somos ni conscientes, pero que acaban por minar nuestro carácter y, quizás, también nuestra reputación. Estamos tan indefensos que concedemos el poder de regir nuestra vigilia y nuestro sueños a hombres y mujeres del saco, gárgolas de corazón podrido que, a base de promesas inciertas e incumplidas aun antes de ser formuladas, nos convidan a ser uno de los suyos y batirnos en duelo en las filas de un ejército de almas en pena que ha perdido la batalla incluso cuando ni siquiera la ha comenzado.
Tener miedo es inevitable, pero el recrearnos en él, el hacer las cosas (o no hacerlas) solo por temor, nos convierte en seres vulnerables y víctimas, no ya de los demás, sino de nosotros mismos. Es más, vemos los miedos ajenos y nos congratulamos pensando que el que acosen a otros nos libra de padecerlos, cuando es justo al revés: el conocerlos aumenta las probabilidades de reconocerlos demasiado pronto.
Entre las modalidades más modernas de la esclavitud destaca ésa por encima de todo: el dejarnos ir víctimas de circunstancias y personas torticeras que echan leña a la hoguera de nuestros miedos para conseguir someternos a su control. Lo hacen los gobiernos cuando crean al azar horribles circunstancias externas de las que supuestamente solo nos librarían sus brazos y abrazos; lo hacen los jefes, cuando nos convencen que su látigo no azota sino acaricia y sus palabras no insultan sino que corrigen; lo hacen aquellos que nos rodean quienes, alentados por motivos bastante arteros, nos incitan a comulgar con inestables ruedas de molino para girar en la dirección que más les convenga. Y nos creemos sus razones, tal vez porque no miramos los hechos desde la razón, sino desde el núcleo mismo donde guardamos nuestros temores.
En Juego de Tronos, el personaje de Ned Stark le repite a uno de sus hijos que la valentía solo se puede demostrar cuando uno tiene miedo. Es así. No creo aquello de que de valientes están las tumbas llenas, porque muchas veces el arrojo se demuestra en los pequeños detalles: impidiendo que lo que nos atenaza entre en nuestras vidas, rija nuestros actos y convierta los principios más arcaicos en dogma de fe. No sé si haciendo acopio íntimo de valentía personal nos va a ir mejor o peor pero, al menos, estaremos mucho más orgullosos de nosotros mismos. Y eso sí que no nos lo puede quitar nadie.
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