No sé si me ocurre solo a mí, pero últimamente leo demasiadas columnas en la prensa en las que, salvo el título y el nombre del autor (y a veces ni tan siquiera eso) no se les entiende prácticamente nada. Sinceramente, desconozco qué pasa con nuestros emergentes escritores o aspirantes a tales, que en su afán de ir de grandes literatos tiran de diccionario encontrando petróleo donde otros buscamos significados. ¿El resultado? Sus mensajes parecen más una retahíla de esos palabros extraordinarios que descubrimos en el concurso Pasapalabra que un discurso hilado coherentemente.
Cuando se repartió España en las respectivas Comunidades Autónomas, aquellas que disfrutaban de un idioma propio se apresuraron a buscar, rebuscar y adoptar términos nuevos, en un esfuerzo, supongo, por distinguir su lenguaje lo más posible del vulgar castellano. Como consecuencia de estas prospecciones petroleras se creó un curioso bache generacional, hasta el punto de que el catalán, vasco o gallego que hablan nuestros padres es una variante distinta de la que usamos sus hijos, víctimas inocentes de unas televisiones donde se adoctrina lingüísticamente a aquellos que encienden el aparato cuando no tienen otra cosa mejor que hacer. Es como si la dificultad, la innovación y el desconocimiento mayoritario vinieran a añadir un plus al idioma, transformándolo de marca blanca en marca exclusiva. Pues bueno.
Al castellano que utilizan ciertos medios le pasa un poco lo mismo. Juro por lo más sagrado, que no sé qué será, que en el último mes he leído artículos donde resultaba imposible saber de qué demonios estaban hablando. Bueno, una idea general sí me hacía, pero me sentía incapaz de regodearme en los detalles. Y, sinceramente, no consigo encontrarle el sentido práctico a todo ello. Un escritor o un poeta pueden hacer hasta arritmias con el lenguaje, pero a un columnista se le contrata para dar su opinión sobre una idea. Y si no se entiende ni la una ni la otra, que alguien me diga a mí para qué sirve el columnista.
No estoy demasiado convencida de que el mejor periodista, o incluso el mejor escritor, sea aquel que mayores florituras emplee a la hora de contar algo. Todo aquello que distraiga o distorsione la idea principal es prescindible. Desconozco si lo que pretenden estos entusiastas literatos es amargarles el curso a los chavales de Media que tengan la desdicha de utilizar sus textos en clase de comprensión, pero, en cualquier caso, me parece una faena. Una jugarreta al público mayoritario y una espanto para todos aquellos que se acercan por primera vez a sus escritos para salir trasquilados y con complejo de ser unos iletrados.
Muchos de los autores jóvenes de este país tienen ese defecto: el de perderse en soliloquios ininteligibles creyendo que la incomprensión del lector les hace grandes. Y un escritor que no es capaz de llegar al público es un escritor fallido, por mucho que la crítica le ame y le adore. El interés y el enchufe también tienen mucho que ver, porque si no no me explico semejante éxito mediáticos de ciertos "artistas" a los que no lee prácticamente nadie, como no sea para decir aquella tontada de "yo también me lo he leído y me encantó" con la que pensamos que quedamos como reyes en bodas, bautizos y comuniones.
En resumen, que no acabo de encontrarle yo la gracia a escribir en un castellano adusto, prepotente y que raya en lo histérico. A lo mejor es que lo que se intenta con ello es ocultar el vació de las ideas y si no, escribe un tuit: más breve y mucho más certero.
Dicen algunos, con la boca pequeña, que el mejor español es el que se habla en América. Lo que es yo, todavía no he encontrado ningún autor latinoamericano que haya sembrado en mí el complejo de paleta necesitada de calzar mi analfabetismo con un diccionario. No puedo decir lo mismo de ciertos españoles. Pero, bueno, a lo mejor es que soy diferente y el resto del mundo sería capaz de completar el circuito de palabros y palabrejas de Pasapalabra sin que se le descoloque el tupé. Yo me conformo con ganar, muy de vez en cuando, al parchís. Qué lástima de mujer.
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