Reconozco que en su día me ilusionó la victoria de Chavez del mismo modo que me ilusionan todas las revoluciones o aquellas que pretenden serlo: me gusta creer que traen consigo un futuro mejor y un cambio a mayores. Pero como suele ocurrir con gran parte de los movimientos de izquierda, sobre todo en Latinoamérica, los buenos propósitos del principio suelen diluirse con el paso del tiempo en un mar de megalomanía, intereses propios y odios poco justificados. Con Chavez me ocurrió algo así: al principio le miraba con simpatía, luego simplemente le miraba, para acabar mirándole solo de reojo. De hecho, durante un tiempo me convertí en ávida lectora de libros que cuestionaban muy mucho al gobierno del fallecido presidente poniéndome los pelos de punta con la narración de decisiones aberrantes y consecuencias todavía más censurables.
Luego sucedió que conocí a gente de la oposición, los llamados a sí mismos "adecos", y me di cuenta de que tampoco eran precisamente unos angelitos. A mí cuestionamiento constante del chavismo se le unieron las dudas sobre la labor, el posicionamiento y el propósito político de Acción Democrática, con lo que mi confusión llegó a su techo más alto obligándome a abandonar cualquier estudio en profundidad de la situación venezolana. Desde una perspectiva lejana y muy general soy incapaz de aclarar ideas y aún me resulta más complicado tratar de entender por qué algunos medios internacionales se entregan a alabar al chavismo como si no lo conocieran en absoluto, del mismo modo que tampoco comprendo cómo los de enfrente se empeñan en elogiar a una oposición que cojea en muchos puntos de su programa. Un programa que, tal vez, ni siquiera se han molestado en hojear.
Y, sin embargo, hoy mismo he leído que Nicolás Maduro, flamante y extravagante presidente de Venezuela, ha decidido poner en marcha el plan llamado Patria Segura, destinado a combatir la creciente delincuencia que empieza a campar a sus anchas en las esquinas de Caracas. Para ello, no se ha roto mucho la cabeza y ha actuado como cualquier dictador de barrio, sacando a 3000 efectivos del ejército a las calles para luchar contra la violencia.
No creo que Maduro se haya fijado mucho en la experiencia de México porque, si lo hubiera hecho, no habría tomado semejante decisión. Recordemos que el antecesor de Peña Nieto, el denostado Felipe Calderón, se sacó el mismo as de la manga y decidió conceder poderes al ejército para combatir al narcotráfico. A raíz de semejante medida se dio la circunstancia de que, en numerosas partes del país, patrullas del ejército comenzaron a convivir de mala gana con los distintos cuerpos de policía para realizar la misma labor, pero sin haber sido formados para ello.
En México nos encontramos con la peculiaridad de que al ejército no se le piden demasiadas cuentas sobre aquellos a los que abate. Basta con que sus efectivos declaren haberse sentido amenazados e intimidados para que la justicia avale las muertes causadas por las tropas. De ahí la sensación de "estado permanente de guerra" que se vive en muchos lugares del país. Es más, si repasamos las estadísticas oficiosas de muchos de los encuentros de patrullas del ejército con supuestos narcotraficantes, podemos comprobar que hay bastantes más muertos y heridos en el bando de estos últimos y que las justificaciones del brazo armado de la ley no siempre se corresponden con la magnitud o el resultado final del suceso.
En determinadas circunstancias es muy peligroso darle poderes y autoridad última a un grupo de hombres que no ha sido formado para ello. Mucho más si te pasas por el forro a los primigenios depositarios de la misión de hacer respetar el orden local. Visto así da incluso un poco de miedo, más aún cuando sé de buena tinta que hay importantes políticos mexicanos empeñados en conseguir dotar de poderes plenipotenciarios a los cuerpos del ejército y la marina para resolver los conflictos que asolan al país. ¿Qué implicaría todo ello? Que ni uno ni otro necesitarían dar explicaciones de sus actos: tendrían la facultad de tirar a dar a cualquiera sin rendir cuentas por ello.
La intención de sacar al ejército a la calle ante circunstancias que, tal vez, demanden otro tipo de medidas, dice muy poco de la persona que la maneja. O mucho, según se mire. El resolver los problemas por las bravas saltándose la diplomacia o la escala de autoridad correspondiente no es un buen signo de espíritu democrático y no lo ha sido nunca. De ahí que la decisión del presidente Maduro, por mucho que nos deleiten ciertas salidas de pata de banco como la de instar al ministro español Margallo a ocuparse de los problemas de su propio país, nos lleven a una reflexión profunda sobre lo que nos puede deparar el nuevo chavismo.
Es curioso el sumo interés que manifiestan nuestros gobernantes, de uno y otro lado del charco, por inmiscuirse en asuntos que no les corresponden. No sé si es correcto enviar a hombres armados a defender a las personas sin que muchos lo hayan pedido y aun sabiendo que el uso de la violencia no hará otra cosa que generar más violencia. Pero, bueno, aquí en las Españas también tenemos lo nuestro, con los gobernantes metiendo la nariz en nuestras cosas más privadas, como la forma en que parimos las mujeres o con quién nos vamos a la cama los ciudadanos y ciudadanas. Algo que me parece aberrante, inconcebible y absolutamente censurable. Violencia física vs. violencia emocional. ¿Quién gana? Lo único que sé es que perdemos todos.
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