domingo, 5 de mayo de 2013

Los mundos de Orwell

Hay varios libros que exigen la presunción de haberlos leído. Por ejemplo, el Quijote, que, si preguntáramos por ahí, muchos afirmarían sabérselo de memoria, aunque sería difícil sacarlos de los lugares comunes de Sancho, Rocinante, libros de caballería, Dulcinea o molinos de viento. Dicho lo cual, he de detenerme un momento para señalar que la segunda parte del Quijote me parece un soberbio y magnífico tostón. Ya pueden venir todos los eruditos y académicos de la lengua a por mí, que no voy a cambiar mi versión de los hechos.
Volviendo al título de este post, si el Quijote es uno de esos incunables que "todos" aseguramos haber tenido entre las manos alguna vez, 1984, de George Orwell, puede perfectamente ser otro. Más aún si reparamos en que se le mencionó mucho cuando Gran Hermano se convirtió en programa de televisión propagándose como la gripe aviar por las pantallas de todo el mundo. Las referencias eran inevitables en tanto en cuanto 1984 tiene su Big Brother, pero las diferencias entre la novela y el formato televisivo son tan abundantes como rotundas. Sobre todo porque el primero es una distopía amedrentadora y el segundo un cachondeo padre.
1984 nos presenta un régimen absolutamente inmune e indiferente al sufrimiento de la población. Un sistema de gobierno cruel y autoritario, que pone en práctica un control férreo y sin sentido con un único fin, el de perpetuarse en el poder. Se trata de obtener el poder por el poder, en tanto en cuanto estas cinco letras lo son todo. 1984 fue una fecha que pasó y, por mucho que les pese a los agoreros, ni hoy ni entonces andamos metidos en ese submundo orwelliano de carácter global, pero no digo yo que la profecía del autor no se haya cumplido en menor medida y en diferentes cuadros temporales. Ahora mismo, sin ir más lejos, tenemos el caso de Corea del Norte, territorio orwelliano que, además, cumple a la perfección otro de los argumentos del libro: el control a través del miedo. Pero no solo Corea del Norte es un ejemplo de un 1984 llevado a la realidad; también podríamos extrapolarlo a la Argentina de la dictadura, entre los años 1973 y 1976, a la dictadura de Pinochet en Chile o a los conflictos vascos e irlandés, por poner notables ejemplos de esa escalofriante coreografía de miedo y poder. Aunque tampoco hace falta irse a los grandes episodios de la historia para hallar ejemplos de lo que podría ser 1984 en su versión más de andar por casa: muchas empresas y/o grupos ejercen o pretenden ejercer ese dominio absoluto sobre el personal que nutre sus filas. El miedo a ser despedido, la autoridad impuesta de forma arbitraria, el intento de dominar el pensamiento y la interacción de las personas no andan muy lejos del universo diseñado por George Orwell. Al contrario, están peligrosamente cerca.
En el caso español, y antes de que nadie se me venga arriba, he de decir que cualquier parecido con la ficción es puro choteo. Al PP le encantaría perpetuarse en el poder a costa de sabotear los derechos más elementales de los ciudadanos, como el de manifestación, huelga y reunión, pero no puede porque sabe que, para ello, necesitaría pasarse por la entrepierna cualquier resorte democrático nacional y supranacional. El único parecido de la derecha española con el mundo orwelliano resulta hasta verbenero y está íntimamente relacionado con esa necesidad de agarrarse a la poltrona para no perder ni un ápice de su influencia en la administración pública, que tantos años le llevó asentar y que tan buenos dividendos les ha dado (al enriquecimiento de muchos de estos señores y señoras me remito). Y, haciendo un esfuerzo para ligar peras con manzanas, quizás encontremos cierta semblanza en que ellos también son muy de "si no estás conmigo, estás contra mí", ergo si no piensas como yo eres el enemigo en tanto en cuanto estás cuestionándote mi status quo y sembrando la duda en los demás de que, tal vez, no me merezca estar donde estoy o ser quien soy.
Pero hay grandes rasgos en el libro que es muy probable que nos suenen o nos toquen de cerca. En 1984 no existe la verdad porque la verdad no interesa; es preferible la confusión, sembrar la duda y la desconfianza en la masa que ha venido a sustituir al conjunto de individuos. Toda la filosofía de ese Gran Hermano que gobierna con mano de hierro se resume en las palabras que están escritas en la fachada de su paradójico Ministerio de la Verdad y que vienen a decir que "la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza". ¿Tienen sentido? Ninguno, siempre y cuando nadie se lo busque. Aunque bien podríamos pensar que la guerra del pueblo es la paz y el seguro de vida para sus gobernantes, la esclavitud de muchos propicia la libertad de la minoría y la ignorancia de la masa es la fuerza de los poderosos. Todo lo cual nos lleva a pensar que cuánta más confusión siembre un régimen, más mentiras proclame, más odio escupa y más ignorancia perpetúe entre los ciudadanos, mayor y más firme será su anclaje en el poder. Y ahí sí es donde cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.
Lo peor de 1984 es que Winston, el héroe de la historia, sobrevive. Pero lo hace aceptando su rendición. Todos hemos visto a gente que ha dejado de pelear: en sus empresas, en sus casas, en las calles. Uno es héroe porque puede y hasta que las fuerzas, las circunstancias o las ganas le llevan a dejar de serlo. Y es muy complicado volver a atrás si te sientes solo y frustrado. El final de 1984 resulta terrible, no solo por lo odiosamente pragmático, sino por lo que tiene de espejo en el que mirarnos: "Dos lágrimas con olor a ginebra le resbalaron por las mejillas. Pero todo estaba bien, todo era perfecto, la lucha había finalizado. Se había vencido a sí mismo. Amaba al Gran Hermano".
El Big Brother de Gran Hermano se sostiene en las mentiras con las que justifica su triunfo. El poder sostenido sobre la mentira, la mentira sobre la perpetuación de la desigualdad. Y la rendición como única salida. La profecía que ninguno queremos que se cumpla, ni en lo público ni en lo privado.



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