Siempre me ha parecido una actitud algo miserable ese empeño que manifiestan algunas personas en olvidar a quienes pasaron por sus vidas. No solo a aquellos que les trataron mal, sino a quienes les quisieron y/o acompañaron durante una parte de su existencia. Como dicen los que nos preceden, de todo se aprende, y la gente que conocimos tiene la misión de caminar a nuestro lado el mayor tiempo posible, no tanto ellos físicamente, sino las experiencias y vivencias que compartimos y que, sin duda, nos han hecho gran parte de lo que somos. De ahí nuestro empeño de no caer en el olvido de quienes apreciamos, no tanto por el ego de cada cual sino porque la presencia en la memoria de los otros nos hace justicia.
Cuanto más insistimos en olvidar más infructuosa nos resulta la tarea. Quizás seamos maestros en el fingimiento, pero estoy segura de que la importancia que les damos a los demás está proporcionalmente relacionada con el tiempo que dedicamos a pensar en ellos y en esto incluyo los minutos y horas que agotamos en la ingente tarea de olvidarlos. Por eso creo que hay que dejar que los recuerdos coexistan con nuestro presente sin hacernos daño: que nunca hay que olvidar al amigo que bien nos quiso porque nos dio un tesoro infinitamente valioso, aunque solo fuera su tiempo, y que tampoco hay que arrinconar al enemigo, porque solo asumiendo su existencia y el dolor causado conseguiremos identificar a cualquier burdo imitador cuando intente acompasar sus pasos a los nuestros. Y conste que digo olvidar y no perdonar porque, a diferencia de la moral católica, estoy firmemente convencida que no se puede perdonar al de enfrente si uno no sabe perdonarse a sí mismo y aceptar su parte de culpa. El problema es que somos tan fatuos y soberbios, que siempre solemos utilizar la culpa como arma de destrucción ajena y no de reflexión propia.
Muy al contrario de lo que pudiera indicar esta larga parrafada, mi intención no es animar a que todos nos lancemos mañana mismo a poner flores a nuestros "muertos" sino hacer una reflexión sobre lo que creemos que los demás recuerdan de nosotros. Ayer mismo, se conmemoraba en España el aniversario del movimiento 15M, tan añorado por unos y denostado siempre por los mismos. Hubo manifestaciones por todo lo largo y ancho del territorio nacional, de lo cual me congratulo, porque yo soy de ésas que cree que las buenas ideas hay que seguir curtiéndolas y cuidándolas para que puedan parir otras mejores.
Sin embargo, a pesar de mi excelente (sin exagerar) voluntad, las celebraciones me pillaron a contramano, o sea, fuera de España, con lo que mi participación en las mismas se puede calificar de meramente sentimental. Siempre que salgo del país tengo la fea costumbre de ver los noticieros y leer la prensa del lugar al que viajo; defecto de fábrica, supongo. Para tranquilidad de Rajoy y su banda, he de decir que en este caso no encontré ninguna mención al aniversario del 15M; tampoco ningún regodeo en esa estúpida información de The Telegraph según la cual somos insolventes. Todo lo más, encendidos elogios a la victoria del Barça y palabras de pasión hacia Messi.
Uno de los defectos más elocuentes del ser humano (o tal vez la virtud que nos permite mantenernos a flote) es que nos creemos más importantes de lo que realmente somos. Por mucho que el gobierno nos intente inculcar la idea de que cada escrache, cada protesta a destiempo y cada consulta popular hiere de muerte a la marca España, lo cierto es que ellos mismos se han cargado gran parte del rédito que tenía nuestro país en el exterior. Estamos en manos de un gobierno gris que ha teñido a España del mismo color. De hecho, incluso resulta difícil identificarnos con la alegría que destilábamos antaño.
El nuestro esa ahora mismo un país que daría pena si diera algo porque, literalmente, pasa desapercibido. Salvo algún que otro mérito individual de nuestros deportistas, lo único que despertamos de vez en cuando es la carcajada fácil, como en ese sainete rancio de la imputación y posterior desimputación de la infanta Cristina, que tanta vergüenza me da y gracias al cual tanto hemos hecho un ridículo espantoso allende nuestras fronteras. No vamos a negar ahora que no nos merecemos la burla y el cachondeo.
Los españoles tenemos un defecto de fábrica y es que nos gusta mucho hacer creer a los demás que somos lo que no somos. En lugar de mostrarnos a tumba abierta, con nuestros defectos y nuestras virtudes, atesoramos una querencia desmedida por camuflarnos bajo una patena de esplendor que, a poco que rasques, se convierte en vil latón. Nos ocurre de forma individual, cuando pretendemos impresionar a alguien o mantener su atención, y también de forma colectiva, al creer que somos importantes y llevarnos una sorpresa tras comprobar que, a los demás, les venimos a importar lo que una caca de perro. Si, de ésas que convierten a Madrid en el peor barrio de cualquier ciudad moderna y cosmopolita.
El 15M importó y sorprendió en su día porque era innovador, emocionante y movía a la reflexión. Mucho bueno y nuevo tenemos que inventar para despertar la curiosidad ajena, más aún cuando nosotros nos desentendemos sin pudor de lo que ocurre a aquellos que aún están peor que nosotros. Y no quiero señalar, para que no vengan los señores de The Telegraph y me den una colleja por impertinente... además de española, claro está.
Si nosotros intentamos con mucho ahínco olvidar a quienes tanto nos aportaron, no podemos quejarnos de que nos ignoren aquellos a los que, directamente, no aportamos nada. La marca España es una entelequia y, ahora mismo, solo aquellos compatriotas que se están dejando la salud y la nostalgia en otros países consiguen que se hable de nosotros e incluso se nos quiera. Con nuestros defectos y todo. Los otros, los que jalean su influencia externa para ocultar sus complejos e ignorancia internos, ésos, son los que están destruyendo nuestro rédito con rabia y saña. Quizás sean los que de verdad se merecen el olvido. O no.
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