Entre los supuestos insultos que más proliferan últimamente destaca, en letras de neón, "eres un inmaduro". Yo diría que lo usamos tanto que incluso llegamos a amenazar el puesto número uno de las recriminaciones, ocupado por el archipopular "eres un falso", que lo mismo sirve para criticar a un garbanzo que a un trozo de panceta. Nuestro vocabulario es así de florido.
Cuando llamamos a alguien inmaduro, a veces nos pasamos de listos. O de tontos. Tildar de inmaduro a quien ha sufrido algún trauma emocional que le ha causado problemas psicológicos puede resultar hasta cruel. Del mismo modo, emplear el calificativo para juzgar a alguien que se halla viviendo sus años de adolescencia es absurdo e impropio, más aún si tenemos en cuenta que la adolescencia está precisamente para ello, para cabalgar en busca del madurez, caerse de la montura y llevarse unas tortas como panes. El decir que a alguien le falta un hervor cuando no ha empezado ni siquiera a cocerse es inútil y no demuestra más que ganas de fastidiar.
Al margen de ello, la inmadurez está claramente definida por unos parámetros muy sencillos. La persona digna de tal calificativo vive en una difícil dicotomía, ya que su edad biológica no coincide con la edad mental propia del comportamiento que esgrime. Estaríamos hablando, así, muy en general, de personas a las que les disgusta asumir responsabilidades, tomar decisiones, resolver problemas (prefieren que otros lo hagan por ellos) y a las que les cuesta aceptar su parte de culpa en los conflictos.
Pero, por encima de todo, un individuo inmaduro es aquel que alimenta un egoísmo prácticamente infantil. Es el triunfo del yo por encima de cualquier otro sujeto (el yoísmo del que tanto hemos oído hablar), cuyo cultivo le hace llegar a esgrimir como último razonamiento el "yo soy como soy y punto" o, lo que es lo mismo "soy así y no estoy dispuesto a cambiar; o lo tomas o lo dejas". Dicho de esta forma, se trata de uno de los planteamientos más absurdos del ser humano en tanto en cuanto todos somos como somos "y punto". Sin embargo, con la madurez entiendes que uno de los aspectos más importantes de las relaciones sociales y personales es el de la negociación. No se trata de triunfar sobre el otro, sino de dar algo sabiendo que también vas a perder. Pero, al mismo tiempo, ser consciente de que no estás solo y que el de enfrente tendrá sus correspondientes cuotas de pérdidas y ganancias.
Siempre se ha dicho que es bastante más productivo compartir que repartir (por mucho que se me he enfaden lo de los liberales) y más razonable y fructífero negociar que sortear. De hecho, los juegos infantiles se resuelven sobre todo en base a los sorteos (la formación de los equipos, el inicio de dichos juegos, etc) mientras que la actividad adulta se distingue por la negociación. Sin embargo, alguien inmaduro preferirá huir hacia delante antes que enfrentarse a una negociación o a un debate que reflejaría sus propias carencias en un espejo. Esto, sobre todo, se nota en las relaciones sentimentales: al inmaduro le costará aceptar una pareja que le enfrente a sus miedos y defectos por mucho que, en bastantes casos, ésta sea una prueba de amor en tanto en cuanto la otra persona nos está demostrando que nos quiere "a pesar de". Muy al contrario, el pequeño Peter Pan (hablo en masculino pero no me refiero solamente a un género) preferirá a alguien que le vea como un ser especial por cualquier peregrino factor, desde la belleza física hasta la necesidad emocional o el dinero, que no discuta y que proteste lo menos posible. Y si lo hace, se le amenaza con romper relaciones y ya veremos cuándo y cómo lo cumplimos. Seguramente por una tontería, que para eso somos inmaduros.
Otra tendencia muy llamativa del individuo inmaduro es su empeño en buscar el paraguas de gente que no lo sea y, al mismo tiempo, ignorarlos y seguir los consejos de personas que están en su misma onda. Y todo tiene su explicación: si nos remitimos a la adolescencia, la época en la que todos nos creemos inmortales, necesitamos saber que nuestros padres están ahí porque nos aportan la sensatez, el realismo y la autoridad de los que a lo mejor renegamos pero que nos resultan imprescindibles para avanzar. Serían nuestro salvavidas físico y emocional que, aunque no lo utilicemos, necesitamos verlo en la cubierta del barco, listo para ser utilizado. No obstante, no nos plegamos a sus consejos y advertencias sino que preferimos seguir las pautas de aquellos amigos que nos conocen bien (la exaltación de la amistad y del grupo como foco de influencia máxima) aunque no nos hagan bien. Seguro que cualquier psicólogo lo explicará mejor que yo, una mindundi amparada solo en el sentido común y la experiencia.
Todos, en algún momento de nuestra vida, nos hemos topado con algún hatajo de inmaduros, con el ego subido, el yo siempre a punto, el egoísmo listo para disparar y la cobardía de facto en cuanto se les exigía algo más que lo mínimo. Y lo peor es que hay gente que se cree mucho más atractiva y divertida así, pronunciando elocuentes discursos que no se traducen en nada e intentando caer bien a todo el mundo para evitar el conflicto. No digo yo que a simple vista sean resultones pero, a largo plazo, la inmadurez resulta cansina y destructiva hasta en su aparente comodidad.
El último rasgo de la inmadurez, por cierto, es no reconocerla como algo propio. Yo soy como soy, un tipo auténtico y legal, y quien no lo vea así no me merece. Pues nada, que sea enhorabuena. ¡Feliz edad del pavo!
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