Soy una se esas personas de tendencias ermitañas a quienes les traen al pairo los eventos de la realeza. Si no fuera por el hecho de que nos cuelan los oropeles hasta en los anuncios de yogur, no hubiera prestado atención a ningún bautizo, boda, comunión o funeral de esta panda que, según parece, ha sido ungida por Dios y por ello está donde está: sobre nuestras cabezas a mano derecha.
Debido, ya digo, a la insistencia de televisiones y otros medios en empacharnos con las cosas que les ocurren a estos señores y señoras, en su día pude tener, por ejemplo, un atisbo del bodorrio de nuestros príncipes. Y lo que vi me pareció frío y sin gracia, muy en consonancia con la novia, gélida y distante como no hay otra. Asimismo, también me enteré de los esponsales del británico Guillermo con esa chica que sonríe tanto y lleva vestidos de florecitas. Reparé algo menos en los fastos de Mónaco, y mira que los Grimaldi son los más divertidos de la pandilla con diferencia. Pero fue ver a esa ex nadadora, sometida a mil y un retoques para parecerse a su difunta suegra, y entrarme un mal rollo bastante preocupante. Hasta la Novia Cadáver me hubiera parecido una chica más mona y sencilla.
Estos días nos están dando la lata con la coronación de los nuevos reyes de Holanda. No sé cómo fueron vestidos la noche anterior, lo que cenaron o bailaron y la verdad tampoco me importa, pero sí hay un par de cosas reales que, inevitablemente, me llaman la atención: primero, el que un pueblo tan moderno como el holandés salga a la calle en estampida para celebrar los festejos más rancios que el mundo ha dado y, segundo, que el nuevo rey acabara su discurso de aceptación del "mandao" invocando la ayuda de Dios. No me extraña. También me sorprendió que se deshiciera en promesas de resolución de la crisis, aunque imagino que será para quedar bien. Desconozco cuál es la capacidad de acción y de reacción del monarca ante el parlamento de su país, pero no consigo ponerme en situación y visualizar a Guillermo Alejandro arengando a las masas y leyéndoles la cartilla a los bancos. Ni a él ni a ningún otro rey, incluidos los de la baraja.
A diferencia de mí, parece que medio mundo estaba centrado en la nueva reina consorte, esa chica argentina que, muy al contrario de nuestra nunca suficientemente admirada Letizia, parece divertida, cercana y empática. Tres características que les gustan mucho a los anglosajones, tal vez porque ellos no las predican en demasía. Además, da la impresión de que la pareja se lleva extraordinariamente bien, con el peligro inherente de que las niñas de lazo rosa y los niños de camisa planchada vuelvan a creer en los caballos (blancos, por supuesto), los finales felices y las perdices con colesterol. Amiguitos, tendréis que hacéroslo mirar.
Me alegro mucho de que a Guillermo y a su consorte les vaya divinamente, del mismo modo que me sigue sorprendiendo que Letizia se afane tanto en parecerse a la madrastra de Blancanives. Enhorabuena, porque lo está consiguiendo. Pero, sin duda, la mayor de mis sorpresas me ha sobrevenido cuando he escuchado los costes de la coronación: 11 millones de euros ha desembolsado el pueblo holandés para pagar los fastos de Guillermo Alejandro, su familia y amigos. ¿Quién dijo crisis? Desde mi perspectiva de pobre pig del sur de Europa, me cuesta trabajo entender cómo el holandés errante se ha dejado torear de semejante manera y, encima, lo ha aplaudido. Pero, bueno, a lo mejor piensan que componiéndole una canción infame como la que le han compuesto a su nuevo rey, van más que vengados.
Y tampoco les voy a criticar mucho: esta semana sabíamos que, mientras nuestro monarca Juan Carlos estaba en el hospital poniéndose remiendos a la caída que se hizo mientras cazaba elefantes en África, su querida Corinna compartía el mismo centro hospitalario para someterse a los procedentes arreglitos: pechos, liftings etc. Todo gratis, of course. Y, como tengo esa mente tan sucia, se me ocurre que a lo mejor fue Juan Carlos el que le costeó la ITV a su amiga del alma con el dinero de todos nosotros, ese mismo que no podemos ya emplear ni en comprarnos una crema antiarrugas del Mercadona. Comparado con semejante alevosía, los fastos holandeses me parecen el festejo de una final de Mundial: necesaria y merecida.
Larga vida a Guillermo Alejandro, su señora madre, su señora esposa y su señoras hijas y que Dios, y sus contribuyentes, le ayuden.
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