domingo, 19 de mayo de 2013

Trè jolie

Angelina Jolie ha acaparado los "ecos de sociedad" y las páginas de salud debido a la mastectomía preventiva que se practicó a principios de año. Mi opinión, aunque interese más bien poco, es que no tengo nada que objetar, en tanto que se trata de una decisión personal, absolutamente respetable en lo privado, avalada en lo público por reputados profesionales y un dilema entre generosidad ajena y dolor propio que despierta la empatía de cualquiera que haya visto u oído la noticia.
En cuanto leí la columna de la actriz en un periódico norteamericano, me vino a la mente el caso de Christina Applegate, una de las protagonistas de la serie Matrimonio con hijos (en la que coincidió con un jovencísimo Brad Pitt), que tomó una decisión semejante a una edad muy temprana, tras llorar la muerte de su madre por cáncer. Ella también descubrió que portaba el gen que la predestinaba, casi con toda probabilidad, a sufrir la enfermedad, y decidió eliminarse ambas mamas por su tranquilidad y la de los que la rodeaban. Su historia fue un poco más terrible, puesto que vino acompañada de una ruptura de pareja y una complicada rehabilitación (de la que Angelina no habla) que la llevó, incluso, a arrepentirse en primer término de la decisión tomada. ¿Que por qué recuerdo tantos detalles? Mi mente es fantástica a la hora de olvidar lo principal y quedarse con lo secundario. En ese aspecto, bato récords.
La diferencia entre Christina y Angelina es que no son el mismo tipo de personaje público: mientras la primera es una pizpireta y rubia actriz sin más, la segunda ejerce de santa. Desconocemos si su comportamiento es igual de ejemplar en el ámbito de lo privado y con los suyos, pero viendo su entrega desmedida a las causas humanitarias y su afán por crear una familia unida que jamás serán vencida, resulta lógico que la hayamos elevado a los altares como era su propósito, dando lugar a uno de los mayores cambios de imagen que el mundo haya conocido.
Recordemos que, al principio de su carrera, Angelina Jolie no solo caía mal, sino muy mal. Sus tonteos con diferentes tipos de drogas, un comportamiento errático, una distante relación con su padre y estrechísima con su hermano y esa fama de robamaridos que la persiguió durante muchos años, la convirtieron en alguien peligroso para sus allegados y muy divertida para los tabloides, que confiaban en que les llenara los espacios muertos con algún escándalo de poca monta, porque, no nos engañemos, la chica tampoco daba para enormes titulares.
Volviendo al tema de mi capacidad para recordar tontadas, todavía guardo en mi retina aquellas imágenes metiéndole mano a Billy Bob Thorton mientras la legítima del actor, la muy seriecita e intelectual Laura Dern, lloraba por las esquinas el desplante de su santo. Después vino todo el rollo de la sangre de ambos metida en viales y lucida al cuello cual cruz católica, la confesión de Angelina de que se autolesionaba con armas punzantes, los rumores de que también se dedicaba a ejercer de vampiro (que no vampiresa, aunque también) en sus ratos libres, etc.
Hasta que adoptó a su primer hijo. Para muchos el cambio lo marcó Brad Pitt, pero antes de conocerlo ya Angelina había viajado a Camboya para rodar Lara Croft y tomado la decisión de adoptar a Maddox. Pitt fue un elemento aleatorio, de ésas cosas que de vez en cuando pasan en la vida que, cuando parece que ya lo tienes todo resuelto, se cruza alguien que te vuelve la existencia del revés. Muchas veces para mal, aunque en este caso para bien. El único problema es que Brad estaba casado con la novia de América, Jennifer Aniston, formando una de esas parejas mediáticas que no pegan ni con cola, porque ni buscan lo mismo de la vida ni lo pretenden. Sé que el mundo está medio enamorado de Aniston, pero a mí, sinceramente, siempre me cayó fatal; me parecía una de esas niñas monas e insoportables que hacían la vida imposible a sus compañeras de instituto. A lo mejor en realidad la chica es un pedazo de gloria y una yema de Santa Teresa, pero a mí se me atraganta. También como actriz.
Todos sabemos lo que pasó después de Pitt, cuando Angelina y él se retroalimentaron de los planes del otro, en muchos casos coincidentes (la familia, las causas humanitarias, etc) formando una de las parejas más poderosas de Hollywood. Estoy plenamente convencida de que ambos recurrieron a alguno de esos gurús que pueblan la meca del cine y que, por un impúdico precio, te ayudan a realizar un cambio radical de imagen, empezando por asociarte con causas humanitarias. Ya hablé de ello en un post anterior, así que no me voy a extender en el tema del gran negocio que supone todo este tinglado. Probablemente, Angelina y Brad empezaron por ahí. Y no hay ninguna duda de que la inversión les rindió pingües beneficios.
Brad y Angelina (o la marca conjunta de brangelina) son la irritante demostración de que se puede ser perfecto y vivir una vida ídem. Al menos de cara a la galería. Pero como también son generosos con sus actos, reivindicativos en su proceder y ejemplares en lo que quieren mostrar, les perdonamos hasta que nos recuerden que los demás somos unos viles mortales. Basta un ejemplo nimio para entender hasta qué punto ha llegado el control que ejerce la pareja sobre su vida y su imagen: desde febrero que empezó el tratamiento y, a pesar de las constantes idas y venidas al hospital, no existe una sola fotografía de la actriz, una única filtración por parte del personal médico o de algún paciente, que nos indicara que Angelina estaba siendo sometida a algún tipo de tratamiento. Parece increíble, sobre todo si calculamos a ojo la cantidad de paparazzi que debe de haber en cada esquina de Los Angeles. Vemos lo que la pareja y sus asesores nos quieren mostrar (la troupe saliendo de una juguetería, llegando a un aeropuerto, posando en una gala etc), ni más ni menos. Lo que no deseen que se sepa no lo sabremos jamás. Y, al margen de la santidad y de su poder profesional, confieso que esta cualidad de controlar y supervisar hasta el más ínfimo detalle me parece la faceta más intrigante y apasionante de la pareja.
Decía la revista People que Angelina Jolie también se va a quitar los ovarios y provocar una menopausia precoz. Dudo si quitarse tantas cosas sea la solución, obviando los controles preventivos, pero, como dije al principio, es una decisión personal que hay que respetar, más aún cuando la interfecta no nos ha pedido consejo a ninguno de nosotros. Es incluso posible que, gracias a Jolie, la nueva sanidad de Obama se replantee el alto coste de los análisis genéticos y unas intervenciones ginecológicas que la Seguridad Social española ofrece gratis. De momento, porque estoy convencida de que a Ana Mato se le han puesto los ojos del tío Gilito en cuanto ha empezado a leer el Hola en la peluquería. Pero pocos han tenido en cuenta que, al margen de todas las consecuencias positivas de la declaración de la actriz, que las tiene, la decisión de Jolie puede desencadenar una especie de epidemia en la que muchas mujeres entren en pánico preventivo y pretendan eliminar aquello que les puede causar una enfermedad en el futuro, sin plantearse la necesidad de vigilarlo en el presente. Y ahí viene la diferencia fundamental entre el caso de Applegate y el de Jolie: mientras la primera narró todo el dolor, los problemas psicológicos, la rehabilitación, el esfuerzo, el remordimiento y la culpa de su mastectomía, Angelina lo ha contado casi como una intervención de cataratas en la que la benéfica influencia de Brad Pitt y los niños han mitigado cualquier atisbo de sufrimiento. Permítame usted que lo ponga en solfa.
A lo mejor vendría bien que la pareja relajara más el control de su imagen y Angelina nos dijera a las mujeres la verdad de su operación, lo que su equipo médico le comunicó, las dudas, el miedo y el enorme dolor que tiene que causar algo semejante. Si es por lo de mantener su estatus, que no se preocupe: muchos santos católicos se han crecido en el martirio. Es duro, pero es así.


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