Polanski dio la campanada en el pasado festival de Cannes. No porque su nueva película les haya sabido a gloria a crítica y público, sino por sus declaraciones, que se han ganado varios titulares en la prensa seria. El director empleó su verbo florido para soltar prendas como ésa de que la píldora masculiniza a la mujer (?) o aquella otra que señala que, en estos tiempos que corren, no le puedes enviar flores a una mujer porque lo mismo te denuncia por abuso sexual.
Puede que al señor Polanski no se le de muy bien hurgar en según qué jardines. Lo digo porque con sus antecedentes, aquella vieja condena por violación a una menor de edad, resulta a priori complicado que te tomen por un caballero a la antigua. Más aún cuando tú mismo te encargas de reverdecer viejos laureles en muchas de las entrevistas que te hacen. Vale que en la época de autos el director estaba más colgado que el pato Donald puesto de jarabe para la tos, pero los hechos ahí están y no creo que este hombre sea el más indicado para dar lecciones sobre lo que es o no es acoso sexual. Obviamente, todos podemos cambiar, pero comentarios como éstos no hacen mucho por el cambio a secas y sí por el cambio y corto en general.
Sin embargo, estoy convencida de que Polanski no es el único al que se le obnubila el raciocinio cuando tiene que teorizar sobre las artes de seducción. Y es que los límites entre el galanteo y el abuso ya no consisten tanto en una cuestión de ley como del entendimiento de los actores que protagonizan la escena. Quiero decir que alguien puede armar un cortejo amable y, sin embargo, el receptor de sus requiebros tomárselo como una grave ofensa o al revés. O en diagonal. O de atrás para delante... En fin, que se puede entender de mil formas diferentes.
Cuando yo era pequeña y vivía al lado de un cuartel de la Marina, me veía obligada a aguantar cada día un montón de sandeces al ir y a volver del colegio. Si eso llegara a pasarme hoy, a lo mejor mis padres estarían paseando mi caso por los juzgados. Pero entonces era normal, porque la agresividad verbal de un hombre a una mujer o niña, aunque sus palabras fueran de claro y grosero contenido sexual, no estaba mal vista: de hecho, se toleraba y hasta se suponía. El macho, en realidad, solo estaba ejerciendo su condición de tal y dando rienda suelta al subidón hormonal de turno. Si una debía alegrarse de la que miraran, ya no digamos de que le hablaran. ¡Viva la vida!
Sin embargo, ni entonces ni ahora aquello me parecía medio normal. De hecho, a mí no se me hubiera ocurrido hacer el mínimo comentario de sus atributos masculinos mientras ellos se consideraban en todo el derecho de componer odas sobre cualquier parte de mi cuerpo.
Afortunadamente, hoy en día, las mujeres tenemos instrumentos para quejarnos ante discursos vejatorios. No quiero decir piropos ni halagos, porque no creo que haya legislador alguno en el mundo que se conmueva por las quejas de una fémina a la que se le ha llamado "guapa". No obstante, poner los límites entre lo que es acoso y lo que no, a veces es algo absolutamente subjetivo y obliga a los espectadores a meterse en la piel de ofensor y ofendido para averiguar si de verdad el tema tiene tela o solo algodón del todo a cien.
Muchas de nuestras abuelas, o sus amigas o conocidas, vivieron una vida de pena en tanto en cuanto los casos de violencia sexual se sufrían dentro de las cuatro paredes del hogar y jamás salían de allí. Exponerlas en público hubiera ocasionado una enorme vergüenza a la familia en general y a la mujer en particular, ya que se sobreentendía que "esas cosas pasan". En innumerables ocasiones, la sufridora a domicilio no contaba con la complicidad de su círculo sino con el reproche mudo de "algo habrás hecho". E imagino que no serían pocas las veces en que la afectada se veía obligada a recurrir a su cura confesor en busca de consuelo. Y ya sabemos cómo se las gastaba la Santa Iglesia católica en estos menesteres con el manido discurso de que hay que servir al marido hasta que la muerte os separe y aquí paz y después palos. Con la mano abierta, que duelen más y te llevan directita hacia el cielo, donde podrás seguir cosiendo, cocinando y planchando durante toda la eternidad.
Hoy la violencia doméstica ha dejado de ser un estigma, pero es cierto que, en contadas ocasiones (que espero y deseo sean las mínimas) también se ha empleado como un recurso extremo de venganza. Ahí es donde quienes rodean a la víctima y quienes legislan tienen que valorar la situación: observando las reacciones, la salud mental y física de la afectada o el afectado, siguiendo su modo de comportarse y, sobre todo, escuchando sus gritos de auxilio aunque éstos nunca lleguen a pronunciarse.
De todas formas, y para no meterme en berenjenales de los que seguramente no podré salir, insisto en que enviarle flores a una mujer no tiene nada que ver con el acoso y que pensar de otra manera indica estar en posesión de una mente, como poco, complicadita, amén de constituir una burda manera de despreciar un problema que tampoco es fútil. Lógicamente, si el remitente tiene una orden de alejamiento son palabras mayores, pero el único problema que puede causar el recibir un ramo que no obedezca a un detalle de mera cortesía es cierta vergüenza del receptor, en tanto en cuanto muchas veces queda expuesta al público una situación íntima y, sin embargo, gozosa. Aun así, debe ser tomado como lo que es: un regalo y una muestra de atención que a todas las mujeres nos gusta, aunque algunas ya casi ni nos acordemos de la última vez que alguien nos habló con flores. En el fondo, hasta yo tengo mi lado superñoño. Que no se entere nadie. Sobre todo, Polanski.
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