Tenía curiosidad por saber de qué iba ese falso reality que deja a un pueblo sin mujeres durante una semana, azuzando a los very machos para que saquen su lado femenino y se las apañen solos.
Por si alguien está (o estaba) en la inopia como yo, el invento consiste en que un pueblo en mitad de la nada en Carolina del Sur, lleno de casitas blancas tipo picket fences, mete a todas sus mujeres mayores de 18 años en un tren y las factura hacia un resort mientras sus aguerridos consortes se quedan a cargo de niños, hogares y negocios.
El truco está en que se trata de un lugar en el que ellos hacen cosas "de hombres" y ellas "de mujeres", salvo las divorciadas, que llevan una vida de pena intentando sacar a flote negocios de dudosa viabilidad. Lógicamente, aquí los varones poco saben de preparar comidas y cuidar churumbeles, tareas a las que no han mirado ni de reojo no vaya a ser que se les pegara algo. Como también resulta obvio, los primeros días son un remix de desorden a tutiplén, mocos colgando, niños maleducados tocando bastante las narices y adolescentes malcriados haciendo el vago. También hay algún muchachote veintañero con ganas manifiestas de frotarse con cada farola que se encuentre, pero esto solo parece anecdótico. Tal vez lo más peculiar es que una suegra, antes de partir, le encarga a su yerno que organice un concurso de belleza para las niñas del pueblo, que ya se sabe que en la América profunda se estila mucho esto de vestir a las más pequeñas como cabareteras. Y ahí el hombre fibrila un montón y no duda en pedir ayuda a sus colegas, que afrontan la tarea como si tuvieran que defender a su país de una invasión alienígena con la única ayuda de un cucurucho de helado y papel higiénico.
Y me van a perdonar los creadores de este reality más falso que un billete de dos euros, pero ahí lo dejé porque ni me interesaban nada ellos ni mucho menos ellas, sus usos y costumbres. Tal vez la que más, una niña de 14 años, obligada a llevar las riendas del restaurante/floristería (?) de su madre, tarea que afronta con un gran sentido común y envidiable responsabilidad. Ya me gustaría ver al tipo del concurso de belleza poniendo orden en un recinto ocupado por trabajadores de color, de dos metros de ancho por dos de alto, sin levantar la voz ni perder el oremus.
Y hablando de razas, tal vez ese tema fue el que más me llamó la atención, siempre y cuando ellos ven normal algo que yo considero una extravagancia de las grandes: antes de partir, todos se encomendaron a Dios para afrontar la difícil tarea semanal. Como es pertinente, se fueron a la iglesia, pero no juntos, sino a una iglesia de blancos los muy blancos y a una iglesia de negros la gente de color, donde cantaban godspell y bailaban mientras alababan al señor. No hubo mezclas de colores, de ritmos ni de sermones, tanto más cuando quien oficiaba la misa "blanca" era un sacerdote bien plantado, preocupado por que sus feligresas no pecaran y sus feligreses dieran la talla, y en la otra, la que dirigía la ceremonia y bailaba que era un primor era una mujer, encantada de tomarse unas vacaciones.
Imagino que esto es normal en EE.UU, pero a mí, que en un pueblo de ninguna parte continúe existiendo tal segregación (que más de culto acaba siendo de raza) me da para otro reality, aún más si tenemos en cuenta que la población negra es la que se encarga de hacer los trabajos de menor categoría en el sector servicios. Lo que me gustaría ver de verdad es qué ocurriría, no cuando las mujeres se van, que me la trae al pairo, sino cuando al pueblo se le priva de su población de color. No me imagino cómo actuaría el del concursos de belleza si le obligan a preparar un arroz jamalaya y luego le incitan a lavar la vajilla de 20 trabajadores del metal. Lo mismo llama a las Fuerzas Especiales o algo.
Pero, puestos a pedir, también desearía que nos traspasaran el reality, aunque fuera falso, y nos dejaran a nosotros sin alguna que otra mujer. Por ejemplo, Esperanza Aguirre, empeñada ahora en que los que no somos fans de los toros ("una fiesta que ha unido a España desde siempre") es porque no queremos ser españoles. En su intento por lanzar un petardazo a la línea de flotación de los catalanes, que han prohibido las corridas de toros en su territorio, nos ha sacudido a todos, o al menos a los que la supuesta fiesta nacional ni nos va ni nos viene. Como ya he dicho alguna vez, en mi caso, las corridas de astados me aburren soberanamente, pero también es cierto que, quizás por haber nacido en una comunidad autónoma distinta a la suya, la idea folclórica de España que maneja la señora Aguirre no se corresponde en absoluto con la mía. De hecho, la suya me parece tan cutre y antigua que me da repelús. Tanto, que considero un elogio que diga semejante estupidez: sí, es cierto, a los que no nos gusta la feria tampoco es que nos encante la España de Esperanza Aguirre. A mucha honra, señora.
Y ya que he cogido carrerilla, me encantaría que los valencianos facturaran en el AVE rumbo a ninguna parte a Rita Barberá, la alcaldesa de rojo, que se va a presentar una vez más al cargo diciendo que, además, seguro que ganará. No lo dudo. Como tampoco que Feijóo vencerá en Galicia y que, probablemente, el PP hará lo propio en Madrid o, por lo menos, no dejará que otros lo hagan con mayoría absoluta, con el consiguiente peligro de repetir el tamayazo. Valencia debería darle una lección a esa señora, que ha puesto todas sus ganas en convertirla en un nido de corrupción y un ejemplo de ayuntamiento endeudado hasta el entrecejo. Pero, bueno, está claro que la Rita que tanto ama a sus conciudadanos está entregada a la sacrosanta misión de arrojarlos al abismo, convertirlos en mártires para después transformarlos en santos. Todo sea que se dejen...
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