Lo que pasó ayer en Extremadura nos ha dejado a muchos con el paso cambiado. No es que no lo viéramos venir, pero una cosa es intuirlo y otra darte de bruces con la cruda realidad que, además, es de derechas. Resulta que los señores de Izquierda Unida, elegidos en las urnas por ciudadanos que votaron una opción progresista, han decidido entregarle el gobierno de la Comunidad Autónoma a los peperos, que ahora mismo estarán dando palmas con las orejas. Seguro que razones, haberlas, haylas, pero lo único que podemos exigirles a estas alturas es que no tengan la santa faz de pedirle al electorado que les vote cuando, acto seguido, corren a vivir una bonita historia de amor (o de sexo; calentón al fin y al cabo) justo con quien predica la ideología contraria. No es de recibo. Me imagino al señor Cayo Lara (por cierto, algo tendrá este hombre que le corren siempre a gorrazos allá donde vaya), mesándose los cabellos y musitando por las esquinas aquello de "vaya tropa, señor".
El ser de izquierdas es algo así como ser del Atlético de Madrid: sabes que estás predestinado al sufrimiento y, sin embargo, no puedes evitarlo. Sientes un placer casi masoquista en defender tu ideología, en posicionarte como singular y diferente. El problema de la gente de izquierdas es que, además, tienen criterio. Y llevan bastante mal esto de someterse a una autoridad que consideran no les representa en el todo o en las partes. Les gusta expresarse y ser escuchados. Eso por no hablar de las miles de corrientes que pueblan ese ente denominado izquierda y que pueden estar de acuerdo en lo básico, pero enfrentados a muerte y sufrimiento en los detalles.
Corren muy malos tiempos para el progresismo europeo. En épocas de crisis, el pueblo busca la protección del padre, y, al parecer, no hay padre más austero y cabal que un señorón de derechas, con cuajo y poltrona, que practique el ordeno y mando liberándonos así de la sagrada misión de pensar. Pero una cosa es que seamos conscientes de que esta panda tiene la sartén por el mango y otra que les bailemos el agua y juguemos al juego del consentimiento.
En el caso de Izquierda Unida, todos sabemos que la falta de liderazgo definitivo le ha hecho un flaco favor a la formación. Por la cabeza visible de la organización han pasado muy buenas personas con muy escasa entidad política. Y, claro, así no hay quien pueda aglutinar a unos miembros empeñados en ir cada uno por su lado. Esto de "me salto la disciplina de partido cuando me sale de ahí" no ha lugar. No obedeces tus designios, sino los de quienes te votaron. Y si rechazas el ideario de tu formación, haber militado en el Partido Pirata o en el que más prebendas te hubiera ofrecido.
Tampoco es extraño que, llegados a este punto, todos echemos de menos a Julio Anguita. Se equivocó en cosas y tomó decisiones bastante erradas, pero, visto lo visto, el suyo fue un ejercicio de coherencia social y política. Al final se cumplió aquello de "alguien vendrá que bueno te hará". Estoy segura de que, las implicaciones que conlleva la reivindicación de Anguita, lejos de halagar, están poniendo de los nervios hasta al propio interesado. Así no se puede.
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