Todos, de pequeños, hemos querido ser las cosas más disparatadas. Por lo que a mí respecta, el periodismo me tocó pronto, pero antes de eso pasé por la etapa de astronauta y policía, ambas profesiones muy poco femeninas en aquellos años. Qué le vamos a hacer. Sin embargo, lo que se salía un poco de los parámetros normales era aquel otro interés que albergaba en mi fuero interno: ser bruja. Ni hada, ni princesa, ni dama de los claveles: bruja.
Imagino que, en el fondo, tal deseo obedecía a que mi concepción de lo que era una bruja distaba mucho del diseño normal de la vieja horrenda montada en una escoba con los refajos al aire. Mi idea se asemejaba más a la Kim Novak de Me enamoré de una ídem. No era yo lista, ni nada. Pero es que las bases sobre las que se asentaba mi deseo así lo merecían: en mi tierra se supone que las brujas volaban poco y disfrutaban mucho, sobre todo en aquellos aquelarres que se montaban en la playa las noches de luna llena, sin ropa y bailando alrededor de una hoguera. Con eso y un poco de botellón, no me digáis que no era un planazo.
Lástima que nunca he podido hacer carrera de mi deseo, pero a partir de entonces siempre he sentido cierta querencia hacia las malas de las películas. En mi humilde opinión son más atractivas y bastante menos ñoñas que la heroína de turno, ligan como descosidas y se lo pasan divinamente. A ver quién es incapaz de mantener la envidia a raya ante semejante panorama. La buena sufre por amor mientras la mala le birla el novio, los amigos y la cuenta corriente. ¿Que al final pierde? Normal, las historias tienen que tener una moraleja políticamente correcta, pero que "le quiten lo bailao".
Me gusta la literatura basada en heroínas imperfectas. Por ejemplo, soy muy fan del personaje de Lisbeth Salander, la protagonista de la saga Millennium. Vale que en esto mi originalidad brilla por su ausencia, pero qué queréis. Desde su físico, tan poco femenino, hasta sus métodos nada ortodoxos para conseguir lo que anhela, todo en ella la convierte en una antiheroína tan inusual como irresistible. Resulta paradójico que, en los libros que protagoniza Salander, la inteligencia emocional sea una cualidad masculina, algo que supuestamente contradice la realidad. Son ellos los que ponen el corazón y ellas la cabeza. Imagino que ahí reside parte del éxito de la saga.
Lástima que, como viene siendo habitual, la ficción supere a la realidad y una nunca pueda llevar a la práctica los trucos que le proponen en seriales, leyendas urbanas y películas con muy mala baba. La conciencia impide realizar ciertos desmanes, el control gubernamental prohibe montar hogueras cuando más apetece, la ropa debe estar en su sitio y lista para revista (sobre todo si paseas por Barcelona) y el panorama masculino no pasa por un momento de gloria, precisamente. Vamos, que no apetece nada ir robando novios a diestro y siniestro. Ahora, la verdadera venganza no sería quitarle la pareja a la buena, sino poner velas al diablo de turno para que siga con él, ya verá lo que le espera a la muy cursi.
Los hombres dicen que las mujeres somos un poco brujas, lo cual puede ser tomado como un halago o todo lo contrario. No obstante, creo que no les falta razón y que la naturaleza femenina se nutre más del personaje bruja que del personaje princesa o, por lo menos, debería. Tendríamos que ser más de intuición y menos de devoción, más de sacarle brillo a la escoba y menos de esperar a que el príncipe nos mande un e-mail concediéndonos audiencia. Al fin y al cabo todas, en nuestro interior, somos capaces de intuir en lo que se convirtió la vida de Cenicienta tras casarse con el mendrugo Azul que apareció en su vida zapato en mano. Y no mola. Seguro que las hermanastras montaron una mercería y se pasearon por parques y plazas metiéndole mano a los tunos debajo de las capas. Pensadlo (podéis sustituir tuno por otro animal de compañía) y decidme quién mola más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario