Todos sentimos un placer singular cuando retornamos a nuestros origen. Es ese momento en el que los sentidos entran en alerta para recuperar olores, sabores... sensaciones perdidas en algún lugar de nuestra memoria y que reviven con el fin de hacernos sentir bien, seguros y en paz con nosotros mismos. Volver a los lugares de nuestra infancia resulta terapéutico cuando queremos recuperarnos de decepciones, desamores y desencuentros. Es el lugar donde se nos permite ser débiles, llorar, reír y volver a sentir que una vez fuimos la persona que ya no somos y que, inevitablemente, añoramos. No es que antes hubiéramos sido seres humanos excepcionales, pero nuestra memoria nos suele jugar sucio y hacernos creer que todo lo pasado fue siempre mejor. Y nosotros, más.
Si los que hemos tomado decisiones conscientes, sin la obligación impuesta de dejar el terruño, tenemos esos momentos en que nos abanadonamos en los brazos de la nostalgia, no puedo imaginar el cóctel de sensaciones al que se enfrentan quienes se han visto empujados a emigrar. Yo vengo de una estirpe de emigrantes y siempre me fascinó el toque de aventura que albergaba semenjante empresa. Con el tiempo me he dado cuenta de que la experiencia encerraba también miedo y frustración. Me resisto a imaginar el momento en que alguien decide que no le queda más remedio que abandonarlo todo si pretende sobrevivir, el terror a lo desconocido, el miedo al fracaso.... Luego el esfuerzo tendrá éxito o no, pero semejante decisión vital se verá, sí o sí, empañada de nostalgia. Quien se va por obligación intenta volver por devoción, aunque solo sea para demostrar que la jugada salió bien, que la decisión fue acertada. Más que alardear ante los ajenos es un intento de autoafirmación propia, un tratar de convencerse de que has elegido tu destino y no que el destino te eligió a ti. Y siempre con la añoranza de los lugares y la gente que te quiso y a quien quisiste. Algo que no te sobreviene de joven, porque entonces todo es adrelanina; pero que imagino se transforma en hondo pesar con la edad.
Leía el otro día que alrededor de un 40% de los jóvenes españoles se verá obligado a fraguarse el futuro en otro país durante los próximos años. Es triste que una nación autodenominada moderna consienta perder semejante capital humano. Ese sí es un fracaso. Imagino la impotencia que debe de sentir uno cuando no se le permite cumplir sus sueños en el lugar donde le prometieron lo más grande. Puedo vaticinar la nostalgia, la morriña y la ansiedad por volver a casa que sobrevendrá a los que harán su vida en otros lares y pienso que no es justo, por mucha aldea global en la que vivamos y lo fácil que resulte tomar un avión. Muy mal estamos haciendo las cosas cuando prescindimos de nuestra mayor riqueza: la gente. Irse por gusto está bien; por imposición es un error político, económico y social. Simplemente indignante.
P.D.: Me ha conmovido la marcha de mexicanos hacia Ciudad Juárez encabezada por el poeta Javier Sicilia. Hartos de muertes e impunidad, piden que acabe esta guerra infecta y sugieren que el presidente Calderón sea sometido a juicio político. No es mala idea.
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