miércoles, 24 de agosto de 2011

Nos vamos de boda

Creo que fue ayer o anteayer cuando saltó el notición: la Duquesa de Alba se casa en octubre. Menos mal. Se me ha quitado un peso de encima. O no. Bueno, no sé.
En el fondo y en la forma me da igual lo que hagan con su vida personas a las que no conozco. El que se casen, se bauticen, cambien de religión o de sexo no es asunto mío. Pero este peñazo del bodorrio en la casa de Alba nos ha dado el veranito. Y la primaverita. Imagino que el interés estriba en que una venerable dama de 85 tacos quiera arrejuntarse, ante Dios y ante los hombres, con un señor más joven que ella. Tampoco es que el interfecto sea un chaval, porque no creo yo que el novio Alfonso esté para escalar sin cuerdas el Aconcagua. En fin, que el culebrón tiene dos protagonistas de lujo y una ambientación de culebrón decimonónico: herencia colosal, hijos a la greña y muchos intereses creados en torno al uno y a la otra.
A mí la señora Duquesa me cae bien. Eso de pasarse el protocolo por el refajo, ir donde le apetece y cuando le place, vestir como le de la gana, decir lo que le sale del moño y gestionar su cortijo con mano férrea, me produce, más que perplejidad, envidia sana. Mayor si tenemos en cuenta que un solo cuadro de los que adornan cualquiera de los pasillos de sus muchas viviendas pagaría mi manutención de por vida y la de las generaciones venideras. Ella puede hacer lo que le da la gana y lo hace, sin importarle el ducado, el rey y todos sus cortesanos.
Ahora que la amplia prole ducal ha recibido la herencia en vida y ya están todos con la sonrisa puesta, prestos a asentir y consentir las cosas de mamá (ten criaturas para esto), parece que el final feliz está ahí, a vuelta del verano. Pronto veremos a la dichosa pareja esquivando la lluvia de arroz mientras las comadres chafardean sobre la orientación sexual de él y la mala cabeza de ella. Tonterías. Son dos personas que se respetan, disfrutan de su mutua compañía y a quienes no les apetece rumiar los achaques en soledad. Además, con todo lo que ha visto y oído Cayetana, podría sacar conversación y tener entretenida a una congregación de marianistas durante décadas. Una interlocutora perfecta, de ésas que tanto aprecian los machos de buen entender.
El asunto clave de esta cuestión, como digo, es que una respetable señora de su edad maride con alguien más joven. Como en España somos muy tolerantes, lo achacamos a la Duquesa y sus locuras, pero si no, sería un escandalazo de primera página. Algo que me parece rancio y estúpido. Si fuera el caso contrario, un hombre rico en los ochenta y tantos, enamorado de una mujer de 65, todos le desearíamos felicidad a raudales. No nos importaría si ella le quiere por el dinero o por el pelo que le asoma por las orejas. Y, sin embargo, aquí estamos, mirando de reojo a una dama a la que muchas nos gustaría parecernos, al menos, en lo rebelde y rompedor de su comportamiento.
A nadie le importa los motivos que han llevado a esta pareja a visitar el altar. Son irrelevantes. Hay personas que se unen por amor, por interés, por amistad o por sexo. Es su problema. La edad importa cuando eres niño; a partir de los 20 las cosas se equilibran y las diferencias menguan. Dos personas que se gustan, disfrutan de la mutua compañía y sienten genuino aprecio el uno por el otro deberían tener la licencia de probar a estar juntas. A ver qué pasa. Y nadie alberga el derecho de criticar su elección ni recriminarles una atracción que, en la mayoría de los casos, es inevitable.
Dicho lo cual, ¡que vivan los novios! Y, por favor, que las teles sean misericordes con los civiles y dejen ya un poquito de lado el tema, que ya huele. Por mi parte, prometo no ir a la boda ni contarla. He dicho.


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