jueves, 25 de agosto de 2011

Trabajar cansa

Uno de los grandes vicios de la sociedad occidental es hacernos creer que el trabajo dignifica y ennoblece. Pues, mire usted, depende. Y depende de muchas cosas: del tipo de trabajo, del entorno en el que se desarrolle, de las personas que lo desempeñen... Para todos nosotros, tener una profesión, ocupar la jornada en una labor remunerada, es una obligación que nos permite seguir existiendo. De ello dependen factores como la salud, la educación, la estabilidad familiar, las relaciones personales... Un enorme tejido cuyo epicentro es esa actividad que realizas, al menos, cinco días de la semana y que te absorbe los minutos de tus horas, meses y años de forma inmisericorde, como un gran agujero negro.
Desde pequeños ya estamos metidos en el ajo, prisioneros de un horario escolar que se prolongará hasta la jubilación y que nos obligará a cambiar de actividad pero no de sistema. Nos preparan muy bien para vivir y muy poco para disfrutar de lo que vivimos. Nos inculcan que necesitamos el dinero si pretendemos hacer lo que realmente nos gusta, pero luego no nos proporcionan el tiempo indispensable cuando exigimos que cumplan con lo prometido. Convierten, o convertimos, el trabajo en un fin en sí mismo porque creemos que, si no lo tenemos, nuestra vida es una ruina.
Y lo peor es que no nos equivocamos. El desempleo se transforma en un estigma que, muchas veces, conduce al abandono y la depresión. En nuestra sociedad, todo está articulado para la población activa, por lo que el carecer de ocupación te descentra y socava los cimientos sobre los que has construido tu mundo. Triste.
Bienaventurados aquellos que pueden presumir de tener una profesión que les llena de "orgullo y satisfacción". Pero, siendo realistas, esta es la excepción y no la regla. Hace tiempo leí un dato que me dio mucho que pensar. Según algunas investigaciones, tener un mal trabajo perjudica más la salud que estar en el paro. Y, si tenemos en cuenta que gran parte de las personas con nómina se encuentran muy a disgusto con sus empleadores (esos mismos que se nos han subido a la chepa eliminando derechos laborales aprovechando que la recesión pasaba por allí), a lo mejor estamos alimentando los trastornos psicológicos de una gran parte de la población. Con el correspondiente arañazo que ello causaría a las arcas de la medicina pública (lo dejo caer por si alguno de nuestros políticos todavía no había reflexionado sobre ello).
Deberíamos volver a los cimientos del embrollo y darnos cuenta de que trabajar es un medio para lograr objetivos más altos y placenteros. Que la empresa no es nuestro hogar, que nuestros compañeros no tienen por qué ser necesariamente nuestros amigos (habría que plantearse lo que hubiera ocurrido de conocernos en otras circunstancias) y nuestro jefe no es nuestro padre. Que, ya puestos a seguir horarios y aguantar regañinas, tendríamos que remontarnos también a los años del cole, cuando vivíamos a tope ese placer, ahora casi romántico, de salir al recreo y encontrarnos con la peña después de clase. A lo mejor los psicólogos se refieren a eso cuando nos aconsejan dejar aflorar nuestro niño interior.
Hay algunos mitos que caen por su propio peso. Un desengaño amoroso no te mata, a lo sumo te baja las defensas y te hace más desconfiado, pero un trabajo estresante, ingrato y, por qué no decirlo, también indigno, sí te puede matar. Siendo menos extremista, hay muchas posibilidades de que acabe convirtiendo tu vida en una porquería y a ti mismo en la persona que odiarías ser. Ojalá fuéramos lo suficiente valientes como para mandarlo todo a la porra cuando ya no podemos más. Pero no estamos programados para ello: nuestro chip interno obedece a un despertador mañanero, unas herramientas laborales tediosas y un bucle eterno del que nos bajaremos cuando, a lo mejor, no nos queden fuerzas para hacer otras cosas más gratificantes. A veces, la especie humana es muy poco humana...


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