lunes, 1 de agosto de 2011

Yo discuto, tú discutes

A medida que pasa el tiempo, más me convenzo de que discutir mucho y bien es cuestión de confianza. Y que la discusión en sí tiene pinta de ser un arte para el que no todos estamos dotados.
En líneas generales, y respetando a todos aquellos a quienes le sobreviene un soponcio cada vez que alguien alza la voz, opino que discutir es bueno y hasta necesario, dependiendo única y exclusivamente de la persona que tienes enfrente. Y es que no todo el mundo lleva con gallardía eso de batirse en duelo dialéctico, soltar cuatro frescas y soportar con pundonor y dignidad cristiana las que vomita el otro. Como todo, imagino que es cuestión de temple y madurez.
Cuando uno discute, inevitablemente, se calienta. Y pone sobre la mesa temas que de otro modo no saldrían y se enquistarían. Si la confianza es mutua y las ganas de solventar los problemas muchos, la discusión se convierte en un ejercicio desestresante y liberador, porque sabes que al final se llegará a un acuerdo goloso y al estrechamiento de lazos. Es como si dijeras a tu oponente eso de "puedes gritar, exponer y criticar, porque al final todo esto servirá para conocernos, comprendernos y unirnos más". Si dos personas se dedican a debatir, aunque sea con aspavientos, sobre un conflicto que les afecta a ambos y entre dichos individuos hay aprecio, cariño y respeto, la cosa solo puede mejorar. Eso sí, para lograrlo, los contendientes deben de tener niquelada la facultad de escuchar. Si solo oímos las palabras que salen de nuestra boca y nos negamos a reflexionar acerca de la información que estamos recibiendo, apañados vamos.
Dando por supuesto la sensatez y ganas de enmendar entuertos, recordemos que las reconciliaciones siempre han sido un caramelito, pero pienso que lo es aún más el conocimiento de la psique del otro, el aventurarse a dar un nuevo paso y fortalecer los pilares de la relación. Vale que a lo mejor sería más deseable llegar a este punto a través del diálogo, algo de lo que soy muy partidaria, pero también tengo que reconocer que el hacerlo con una persona que te conoce bien le quitaría ese punto de relajación y cura antiestrés que a veces tanto necesitamos y que acompaña a toda discusión en confianza.
El problema viene cuando no sabemos discutir y sí imponer. Esto suele ocurrir en el momento en que nos enfrentamos a alguien con el que apenas tenemos roce pero al que nos encantaría someter y abrumar con nuestra arrolladora personalidad. En esos instantes soltamos argumentos a puntapala, la mayoría traídos por los pelos, en el intento de demostrar que la razón, los conocimientos y la experiencia están de nuestra parte. Nos convertimos en tertulianos de todo a un euro capaces de escupir mil palabras en un minuto y a quienes la vida les ha hecho sordos a cualquier palabra que no salga de sus boquitas de piñón. Todos nos hemos comportado así alguna vez, pero quizás sean más las ocasiones en que hemos detectado a uno de estos fieras y hemos entrado al trapo. Yo confieso que, ante alguien así, me aplatano. Me inhibo y prefiero que gane él. Total, puede gritar, cantar la Traviata o invadir Polonia, que a mí, ni me va a hacer cambiar de opinión, ni me va a convertir en pisoteada cáscara de plátano citando a los sabios. Ambos nos iremos contentos a casa: él creyéndose el rey del mambo, y yo con mis ideas intactas y a buen recaudo en mi urna de la sapiencia.
Pero reconozco que es tentador el disputar la razón a alguien que pasaba por allí y que no nos cae especialmente bien. El inconveniente es que tal batalla dialéctica no se gana a los puntos, sino a ver quién grita más. Y eso cansa y crea impotencia. Luego volvemos con la familia o quedamos con amigos y les montamos la mundial por no haber podido hacerlo con el de antes. Después viene la recapitulación, el perdón y la reconciliación que, como ya he dicho, tampoco está mal. Cuestión de confianza, insisto.

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