Esta semana, la red social Twitter se revolucionaba con un virus que, bajo la sugerente leyenda de "Alguien habla mal de ti" se contagiaba como la espuma. Bastaba con que el supuesto ofendido curioseara en tamaña provocación para que el mal se extendiera a todos sus contactos y de ahí en adelante hasta rozar el infinito.
Afortunadamente, los que somos pobres en amigos pero ricos en espíritu y tenemos los followers justos para reunirlos a todos en torno a la mesa de Navidad y que aun nos quepa la abuela, nos hemos visto liberados de semejante apocalipsis. A nosotros no nos mira ni el Tato y ahí seguimos, flotando en las aguas de los trinos, yendo hacia donde nos lleve la cibercorriente. Sin embargo, reconozco que si hubiera recibido tal señuelo nunca hubiera picado. No porque me las esté dando de lista, sino porque presupongo que, en algún momento y lugar, alguien estará hablando mal de mí. Es más, apostaría mis trapos de cocina usados a que normalmente son los mismos. Y no solo eso, diría también que, queridos míos, me importa un bledo.
Una de las verdades templarias de la vida es que no se puede caer bien a todo el mundo. Tenemos nuestro derecho a intentarlo, aunque el batacazo puede ser de impresión. Otra cosa es que nos enteremos o no de la opinión que la gente alberga de nosotros. En los últimos años he conocido a varias personas con unos deseos casi suicidas de llevarse bien con los demás sin excepción y me encuentro en condiciones de jurar que ninguno de ellos lo ha conseguido, porque he visto también la impresión que causan en el otro lado y no es precisamente supercalifragilisticuespialidosa.
Nos equivocamos de cabo a rabo cuando creemos que el no pronunciarse y ocupar siempre un segundo o, mejor, tercer plano, es garantía de una existencia cómoda y feliz. Mediocre, por supuesto; feliz, nunca. Porque la felicidad es adrenalina pura: exponerte, tirarte al vacío aun a riesgo de pegarte la gran torta y, sobre todo, vivir las vísperas con mayor intensidad que el hecho en sí.
Cuando uno se siente seguro de sí mismo, asume sus actos, sabe lo que quiere y lo que no, lo que se merece y lo que no, tiene meridianamente claro que va a despertar tantos amores como odios. Porque las ideas claras y el no andarse con medias tintas es lo que tiene: apabulla a quien solo pretende dominar y controlar sin que haya razones objetivas, ni mucho menos emocionales, para ello. Y aun así estoy convencida de que las tremendas críticas que recibimos compensan tremendamente, porque demuestran que no pasas desapercibido y que dejes huella... siempre que no seas un cabrón con pintas, claro está.
Cada día me resulta más complicado entender a esas personas que, intentando quedar bien con alguien, quedan mal con todos o, al menos, con quien nunca lo ha merecido. No creo que sean gentes de afectos profundos, porque no se los ganan. Decirte siempre lo que quieres oír no es la mejor forma de dejar huella en el corazón ajeno. Uno acaba perdiendo la confianza en quien va por la vida con gesto de marmota y actitud de oso perezoso, porque todos sabemos que será difícil que mueva un pelo del bigote cuando al resto de animalitos del bosque nos ataque la marabunta.
A ellos siempre les preocuparán las críticas ajenas; serán como una bofetada a esa irrealidad de ensueño en la que viven. Les mosqueará que alguien hable mal de ellos. No lo manifestarán o le restarán importancia, pero por dentro entrarán en ebullición sin comprender por qué, si son unos santos y se llevan bien con todo el mundo, despiertan tantos recelos. Será porque a lo mejor se han dedicado toda la vida a congraciarse con uno mismo y dejarse arrastrar por los demás.
Y mientras, los que caminamos cual elefante por cacharrería, sintiendo, llorando, emocionándonos, enfadándonos, convirtiendo cada alegría en un triunfo y cada derrota en una experiencia de la que aprender, por muy dolorosa que sea, asumimos que nadie nos va a hacer nunca un monumento en Disneyworld. Que hay gente que nos tiene una tirria inmensa porque no sabemos rendirnos y seguimos ahí, recordándoles sus miserias ante el solo hecho de existir. Y no es que yo sea precisamente un ser humano ejemplar, pero sí tengo claro que, a estas alturas del thriller, tengo la autoestima lo suficientemente alicatada como para soportar las críticas torticeras, sobre todo viniendo de quienes vienen. A ellos no sé; a mí, me la bufan.
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