Escuchando ayer las noticias sobre la bomba de Brindisi, colocada al lado de lo que en España sería un Instituto de Formación Profesional, lo primero que me vino a la cabeza es ese tipo de locura transitoria que, de vez en cuando, se desata en los centros educativos de Estados Unidos. Imposible que el conocimiento de un hecho no te lleve al otro. Claro que en el atentando italiano la cosa suya es más complicada si cabe, porque el hecho luctuoso ha coincidido con el 20 aniversario de dos asesinatos de renombre perpetrados por la mafia en alguna de sus variantes: el de los jueces Falcao y Borsellino. Ambos dedicaron los últimos años de su vida a desvelar los intrincados tejemanejes de la mafia italiana, ese cáncer tremendamente invasivo y perfectamente incrustado en los órganos vitales del país. Según la cuenta de la vieja, entonces, sería la organización o alguno de sus brazos armados quienes, para conmemorar tan absurda victoria (recordemos que a Falcao lo asesinaron mediante una carga explosiva escondida bajo el asfalto de la carretera; ¡toma obra pública!) habrían decidido pegar un petardazo en la puerta de un colegio. En principio resulta muy absurdo, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de un atentado indiscriminado cuyas víctimas no están vinculadas a entresijos económicos y políticos y que el artefacto empleado, de fabricación casera, no se parece ni de lejos a cualquiera de los utilizados hasta ahora por la organización criminal que campa a sus anchas en Italia, pero los caminos de los signores de la Cosa Nostra, la Camorra etc, son inescrutables. Seguiremos atentos a la investigación...
En lugar de meterme en política de bajos instintos, que es algo que me pierde, prefiero retomar la primera idea. Más que nada para que esta entrada no se convierta en una irreverente imitación de un ensayo de Camilleri. Y es que también cabe la posibilidad de que a un estudiante se le haya ido el perolo dando un bombazo. Ejemplos tenemos para tomar nota, como la masacre de Columbine (Colorado, USA) y varios acontecimientos más de triste recuerdo. Vale que la adolescencia sea una época muy traumática, un período de adaptación del que algunos salen tan tocados que su madurez y equilibrio interno se resiente durante años. La necesidad de pertenecer al grupo hace que todos conozcamos a gente muy adulta en la superficie que todavía cambia de idea y hasta de moral en cuanto se ve abducida por una banda a la que quiere complacer a toda costa. Es entonces cuando uno se revuelve contra quienes le quieren y adopta hábitos bastante cuestionables que acaban reportándole una vida de mierda que ni siquiera es capaz de ver. Triste, pero real.
Semejante sentir grupal (que, como digo, si la autoestima no acaba de medrar tiene muchos efectos colaterales) es el que podría explicar esa ida de olla que les entra a algunos cuando no son aceptados por la mayoría. Ante este rechazo hay tres opciones: recurrir a la cobardía, al sometimiento y convertirse en uno más del rebaño aunque solo sea para hacer bulto; abandonar a la banda y buscar otros nidos más mullidos donde puedas crecer como individuo; o dejar que el rechazo te mine por dentro y nazca la sed de venganza contra quienes te dieron la espalda. Es muy probable que esto último sea también típico de individuos con cierta psicopatía o, al menos, una carencia de empatía que les haga ver siempre el sufrimiento propio pero jamás el ajeno. Aun así, lo que resulta difícil de creer no es que existan este tipo de personajes, sino que el sistema educativo norteamericano, con sus escáners de control de armas, sus ordenadores de última generación, su psicología aplicada al desarrollo y sus antecedentes, no sea capaz de detectar comportamientos destructivos ni en las aulas ni a través de las redes sociales.
Conozco casos en España de escuelas que cuentan siempre con alguien encargado de infiltrarse en aquellos lugares del ciberespacio donde los alumnos menores de edad creen moverse con total libertad. Una medida que en principio resulta cuestionable, pero que ha servido para detectar casos flagrantes de acoso y ponerles remedio. Sin embargo, en Estados Unidos, donde un vecino te puede denunciar por verte bailar desnudo dentro de tu casa, casi nadie parece querer detectar que a un alumno se le haya ido la pinza.
Es un trabajo de psicólogos y educadores el solucionar problemas de exclusión en las aulas. No todos estamos preparados para tener un millón de amigos, pero sí para, al menos, recibir el respeto por parte de los demás y contar con cierto apoyo en caso de ataques injustificados. Recordemos que el encanto de cada persona no reside precisamente en lo que la hace igual a los demás, sino en las diferencias y su forma de expresarlas, algo que suele sacar de quicio a aquellos cuya inseguridad les hace ver enemigos a la vuelta de cada esquina. En el trabajo, por ejemplo, nos quejamos mucho del acoso que sufrimos por parte de los jefes, pero no es baladí el que ejercen los compañeros, sobre todo aquellos que sienten que nuestra presencia amenaza cualquier aspecto de sus vidas. Y aun peor que ellos son lo que lo ven, lo asienten y consienten pudiendo intervenir. Esos convidados de piedra, incapaces de dar un paso al frente no vaya a ser que pisen un lapo, me ponen mala.
Quiero decir que, salvo casos muy graves de enfermedad o trastorno, los problemas que se desarrollan en sociedad son problemas de todos y, por lo tanto, la solución también nos incumbe. Imposible justificarnos diciendo que "no lo habíamos visto venir". Todos tenemos nuestro rol, pero, a fin de cuentas, acabamos yendo siempre a lo propio y mirando para otro lado en lugar de mirar a los ojos de la gente. Y esta actitud de salvar el propio culo aunque sea recurriendo al fuego amigo siempre acaba teniendo sus desagradables consecuencias. Para los demás, por supuesto, pero también para nosotros mismos.
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