Quizás, por eso, el souvenir más señero de esta España que ahora no es ni roja ni amarilla sino más bien tirando a negra, es la pareja de la folclórica y el torero, un mito cañí que a veces se ha hecho realidad con muy poco éxito, por cierto. Todos recordamos aquellos tapetes de ganchillo de nuestra infancia más remota, en la que lucía garbosa una morenaza en traje de faralaes y posición de olé, acompañada de un atractivo torero cuyo traje brillaba cual quincalla. Eran los tiempos en que Manolo Escabar se paseaba doliente por las plazas del país protestando porque le habían robado su preciado carro, el mismo que, salvo error u omisión por mi parte, aún no ha recuperado.
En este cuadro tan flamenco, obviamente, no faltaba el toro (a ser posible con banderillas) y las fotos en blanco y negro del Real Madrid o del gol de Zarra, aquel que en 1950 nos dio el pase a las semifinales de un Mundial frente a la hasta entonces muy inglesa Armada Invencible. Será por esa pose tan cutre y tan postguerra por lo que las generaciones venideras nunca hemos sido muy afectas a las cosas patrias, quitando tal vez el botijo, y sobre todo, la bota de vino. Con los fastos del 92 y España situada en primera línea de playa, lo que se trataba era de ser más moderno que nadie, olvidar los trajes de lunares y los chistes de Lepe y abrazar el chic parisino y el punk londinense, que entonces nos parecían lo más.
Y en esas seguíamos, intentando exportar futuro y relegando el pasado a algunos minutos del Salvame Deluxe, cuando el gobierno va y así, sin anestesia y apenas sin avisar, nos presenta lo que serán los uniformes de nuestro equipo olímpico en las olimpiadas de este verano. No tengo palabras para describir semejante atentado contra los principios patriotas. Si antes, el lucir bandera nos daba un poco de repelús, a partir de ahora nos va a hacer potar.
Así, en su conjunto, yo diría que el chándal y el traje de desfilar recuerdan mucho a algún país de la Europa del Este en cualquiera de las etapas anteriores a la caída del muro de Berlín. El modelo masculino es como de escaparate de tienda de chinos, una mezcla entre un Power Ranger y un adicto a la heroína de los que salen en el programa Callejeros. El de las chicas, sería una combinación entre el uniforme de una azafata del AVE de los años 60 (si entonces hubiera habido AVE) y uno de esos vestidos de baja costura que lucen las gitanas rumanas que te asaltan por la calle intentando sacarte los cuartos. El más normal es el traje "de bonito" pero claro, tampoco había que pensar mucho: con una americana y unos pantalones de raya en medio ya vamos "arregláos", como diría mi abuela.
Los diseñadores españoles deberían estar hoy acampados en la puerta del Sol, con talleres y todo, en protesta contra semejante atentado a nuestra conciencia y honor. Así no se puede. Más que respeto, lo que vamos a infligir al contrario va a ser un ataque de risa en cuanto salgamos con semejantes pintas a la pista, cual huevos con chorizo en versión pata negra. Dice el Gobierno que ha encargado tal desmán a una empresa rusa y, claro, ha salido como ha salido, muy Chernenko y nada Gorbachov. Si uno tiene que justificarse es porque, en el fondo, piensa que semejante conjunto deportivo-festivalero no se lo pondrían ni Rajoy ni Soraya en las fiestas de Carnaval de su pueblo.
Lo lamento mucho por los deportistas españoles a quienes les haya tocado vestir de esta guisa. Mal comienzo. Solo queda demostrar que la belleza está en el interior, o tirarse al río y seguir con la guasa, que es lo que se espera de unos españoles de pro: que sean graciosos y un poquito vaguetes. Si se opta por esto último, propongo desde ya que el abanderado de nuestro equipo olímpico sea Chiquito de la Calzada, que llevemos a una vaquilla en el desfile inaugural fingiendo que es un toro (nadie se iba a enterar) y que salpiquemos las testas de nuestros chicos con algún que otro sombrero mexicano. Para que los más despistados sepan que somos ¡¡ESPAÑA!!, mayormente.
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