Ayer se celebraba el juicio contra el cantautor Javier Krahe, acusado de grabar e, imagino, difundir, unas imágenes en las que se le aprecia cocinando a un Cristo de cera crucificado. Toda la causa contra Krahe se sustenta sobre el artículo 525 del Código Penal reformado en 1995 y que, sin entrar en términos legales farragosos, viene a penar a aquellos que cometan blasfemia.
Aun estando presente en nuestras leyes esta soberana memez de artículo, resulta que no se ha juzgado a nadie conforme a él hasta que la emisión de la dichosa pantomima de Krahe en un programa de Canal + en 2004 destapó la caja de los truenos. Fue entonces cuando el Centro Jurídico Tomás Moro, a quien tengo el buen gusto de no conocer, montó todo este tinglado en aras de la, según ellos dicen, libertad de expresión religiosa.
Es curioso cómo determinados estamentos entienden esto de libertad de expresión, identificándola, básicamente, con la suya propia. Cuando alguien se manifiesta en contra de sus intereses, no es libertad, sino libertinaje y atentado contra la moral y las buenas formas. Muy en la línea de los pronunciamientos de Esperanza Aguirre, a quien imagino mesándose la melena mientras quema en una pira los discos del señor Krahe.
Ayer, en Twitter, dije que yo también era Javier Krahe. Y lo soy porque no concibo la falta de crítica y el silencio al que nos quieren condenar algunos, impidiéndonos hasta hacer chistes de lo cotidiano. El conjunto de intocables que nos ha tocado en suerte (la monarquía y la iglesia a la cabeza) no están haciendo nada para merecer nuestras reverencias, tanto en cuanto se empeñan en demostrar que lo que les importa es su propio y exclusivo beneficio.
Este asunto de Krahe me trae rancias evocaciones del affaire de las caricaturas de Mahoma, como si un dibujo tuviera el poder de deshonrar a una fuerza, suponemos, extracorpórea y supraterrenal. Las creencias deberían de estar por encima de lo humano y centrarse en lo suyo, que es lo divino. Atacar a alguien simplemente por disentir es una aberración. De hecho, en España incluso, nos asiste la jurisprudencia, con aquella absolución de los jóvenes catalanas acusados de quemar una bandera de España y la foto del rey. A veces el delito, como la belleza, está más en los ojos del que mira que en el sentir de la sociedad.
Confieso que a mí nunca me daría por quemar un Cristo de cera ni cocinarlo alegremente. No es un entretenimiento al que me entregue en mis ratos de ocio. Y también opino que Krahe ha pecado, sobre todo, de mal cocinero o, al menos, de chef mediocre. Dice el cantautor que el vídeo no se grabó con el ánimo de ser emitido, y el formato parece darle la razón, puesto que se rodó en 1977 y no se pasó hasta décadas más tarde. Además, hay que tener en cuenta que en aquella época estábamos saliendo de tiempos convulsos, y que la protesta contra la falta de libertades incluía la rebelión contra los símbolos asociados a la dictadura.
Opino, en fin, que el artículo 525 debe de irse directamente al infierno y que el señor Krahe, a quien imagino alejado del horno desde el día de autos, debería dedicarse a sus cosas del cante. Y los demás, respetemos la libertad de expresión de los demás para que luego no tengamos que quejarnos de que abusan de la propia. Sería un comienzo.
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