El otro día leí, creo que era en El País, un artículo sobre las personas tóxicas, cómo reconocerlas y qué métodos emplear para defenderse de ellas. Así, a primeras dadas, lo que más me llamó la atención fue la definición de lo que es una persona tóxica: "aquella que te hace daño y consigue que te sientas mal". Por esta regla de tres, los individuos de semejante ralea son tan varios y variopintos que dudo mucho que ningún ser humano pueda decir con orgullo que no tiene a alguien tóxico en su vida o, como mucho, lo ha tenido hasta ayer.
Imagino que el matiz vendría por lo episódico de los comportamientos. Si te topas con una persona que suele repetir patrón de conducta, es decir, no tiene reparos a la hora de hacerte daño más de una vez, de dos y de tres y, ya que está metido en faena, logra que te sientas continuamente como una boñiga de vaca, está claro que se trata de un elemento tóxico, además de un pedazo de cabrón (nótese que utilizo un género determinado, pero mi propósito es hablar indistintamente de los dos). En cambio, si alguien a quien aprecias te hace daño en alguna ocasión y sabes que no lo ha hecho a propósito y que no ha sido su intención herirte, estamos ante un episodio de simple y pura mala suerte. ¿Que semejante mala suerte producto de la intervención ajena se puede hacer crónica? Por supuesto. Pero entonces nos remontamos a la primera definición de lo que viene siendo un hijo de puta.
Decía también el artículo que el mejor antídoto contra un tóxico es no hacer afecto. Vamos, fingir que el hecho de que te están clavando astillas en las uñas y en el corazón con saña no te importa lo más mínimo. Así dicho queda muy pintón, muy de peli de Coixet, pero a ver quién es el guapo que, en la vida real, permanece inasequible al desaliento como si aquí no hubiera pasado nada. Sobre todo porque cuando una persona te hace daño de verdad es porque te importa de verdad. Estoy de acuerdo con la teoría en tanto en cuanto creo que lo mejor es desalojar lo antes posible a semejante hez de tu vida, pero sé que el empeño se presenta difícil. Somos animales de costumbres y nos acostumbramos demasiado pronto tanto a lo bueno como a lo malo. ¿Lo mejor? Ir iniciando el desalojo poco a poco e intentar parchear las heridas con tiritas. Peor es seguir sumergido en el pozo de ponzoña al que nos arroja una persona tóxica.
El otro día me decía alguien que yo tengo demasiado facilidad para ponerle una cruz a la gente. Tal vez. Es cierto que puedo aguantar pequeñas ofensas continuas, pero llega un día que tal cúmulo de ataques me desborda y, consecuentemente, procuro borrar al interfecto o interfecta de mi vida. Sería estúpido no reconocerlo. Sin embargo, también sé que, si alguien me demuestra que ha cambiado o que yo estaba equivocada, no tengo problemas en reconocerlo ante quien se me ponga delante, eliminar la dichosa cruz con típex y volver a confraternizar con esa persona. Seguramente no seremos los mejores amigos del mundo (o tal vez sí, vete tú a saber) pero conseguiremos tener lo que antes no logramos: una relación normal.
Creo que la propia vida se encarga muchas veces de quitarte la toxicidad de encima, porque, aunque no nos demos cuenta al principio, en el camino nos topamos con gente que nos trata a nosotros como nosotros hemos tratado a quienes estuvieron antes que ellos. Siembra vientos y recoge tempestades. O toxicidades, mejor. Mientras tanto, lo idóneo es intentar evitar a quienes destilan veneno, a veces de forma tan sutil que nos minan la autoestima sin que nos demos cuenta de que son ellos, con sus actitudes, con su cobardía, con su nula empatía y con su egoísmo innato quienes tienen la culpa de nuestra desazón. Ellos por provocarlo y nosotros por no hacer caso a esa voz que nos habla desde las tripas. Y no, no es el eco de la digestión.
En mi opinión, la mejor solución cuando uno se da cuenta de que puede estar ante una persona tóxica es salir corriendo. Así, sin darle la mayor oportunidad. Seguramente seamos conscientes de que actúa como actúa producto de múltiples decepciones, de problemas anteriores no resueltos y de penas no lloradas con las que riega a quien se encuentra por el camino y tiene la generosidad de tenderle la mano dejándole entrar en su vida. Y ahí está el problema: porque una vez dentro te envolverá y te enredará volcando en ti toda su desazón. A partir de ese momento ya puedes hacer acopio de un estupendo blindaje porque vas a sufrir. Mucho.
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