Mañana miércoles, 16 de mayo, se estrena el documental que la directora Isabel Coixet rodó en torno a la tragedia del Prestige. Para quien haya estado ocupado practicando el salto de valla a todo lo largo y ancho del planeta Marte, el famoso buque se hundió frente a las costas de Galicia un día de noviembre de 2002, hace ahora casi 10 años. Aquella desdichada situación consiguió crear y coordinar una cadena de solidaridad sin precedentes en la historia de España. Miles de voluntarios se acercaron a las costas para, vestidos con mono de trabajo y con la sola ayuda de sus manos, limpiar arenas y rocas del petróleo en una carrera contra el tiempo y la destrucción para salvar flora y fauna, devolverles a los pescadores su medio de vida y restaurarles a los gallegos y a los españoles el derecho a disfrutar de un ecosistema limpio y saludable.
Confieso que he tenido en mis manos Marea Blanca, el documental de Coixet y no he podido verlo. Si lloro hasta con los anuncios de Fairy, no puedo imaginar las altas cotas de llantina que soy capaz de alcanzar durante y después del visionado. En aquellos días no me acerqué a Galicia por estricta prescripción médica y no sé lo que es peor: sufrirlo allí o vivirlo desde la distancia con la impotencia de no poder hacer nada. Una impotencia que, por cierto, no parecieron sentir nuestros políticos, a los que el asunto les pilló como suelen pillarles todas estas cosas a quienes nos malgobiernan: con cara de pasmo. Sea cual sea el signo del gabinete al que le toque afrontar un acontecimiento de mala suerte, se queda así, a verlas venir, esperando que las cosas se solucionen solas. Y como bien sabemos los de a pie, los problemas hay que resolverlos, porque si no lo haces, se enquistan y te carcomen poco a poco.
Aquellos días de noviembre despertaron a todo un país. Sé que las comparaciones son odiosas, pero solo las grandes derrotas parecen sacarnos de nuestra archifamosa siesta. Ocurrió con el secuestro de Miguel Ángel Blanco, con los atentados del 11M y hace un año, cuando el país salió a la calle el 15 M, cabreado y traicionado. Tienen que ocurrir cosas tremendas para provocar magníficas reacciones y sacar lo mejor de todos nosotros.
Para los gallegos fue como si la mala suerte siempre volviera. En 1976 habíamos vivido otro hundimiento, el del Urquiola. Recuerdo los años posteriores, cuando los niños íbamos a bañarnos a la playa y volvíamos a casa con el chapapote pegado a la piel. Yo era pequeña, pero tengo grabado a fuego lo que costaba quitarte aquellas manchas marrones que se incrustaban en toallas, ropa y hasta en ti mismo. Llegó un momento en que asumimos como normal el regresar "tuneados" de darnos un baño y jugar con la arena. De hecho, creo que pertenezco a una generación de gallegos criados solo a base de carne, obligados por la ausencia de pescado. Imagino que alguna tara debemos de arrastrar.
El Urquiola fue terrible, pero la catástrofe del Prestige alcanzó mayor dimensión por su alcance mediático y porque la gestionó un gobierno que más parecían los vocales de la comunidad de vecinos de la rue del Percebe que unos estadistas de categoría. Recordemos que entonces disfrutábamos de Aznar, ocupado en caerle bien a los americanos, Rajoy, confundiendo el vertido de petróleo con hilillos de plastilina y Álvarez Cascos, centrado, como ahora el rey, en sus cacerías y sus asuntos del corazón. Nadie se puso de acuerdo en qué había que hacer con el Prestige cuando comenzó a hundirse y en el momento en que al fin decidieron llevarlo a puerto (tal parece que se lo hubieran jugado a los chinos), ya era demasiado tarde. Pero la memoria es débil, y después de aquella malísima gestión y tremenda tragedia ecológica, aquí los tenemos otra vez, Álvarez Cascos en Asturias, Aznar en la sombra y Rajoy dicen que gobernando, porque lo que es los mindundis, lo vemos poco.
Si alguien tiene algún mérito en tan tremenda crisis son los voluntarios que acudieron en masa, dejando familias y trabajos, para echar una mano a los desesperados pescadores y sus familias. Gente que se autogestionó, que se organizó sin mayores disputas, que trabajó de sol a sol y consiguió que otros como ellos, procedentes de distintas partes del mundo, se acercaran a unas costas que, desde entonces, también son suyas. Nuestros salvadores fueron todos ellos, no un gobierno que se dedicaba a poner los pies sobre la mesa y chanchullear con el ladrillo mientras la población se afanaba en hacerles el trabajo sucio. Literalmente
La historia crítica se repite, sin petróleo y sin monos de color blanco, pero con el mismo gobierno ineficaz incapaz de tomar decisiones coherentes. Entonces, como ahora, vivimos una catástrofe eco... en este caso, eco de económica. Si no nos salvamos nosotros, no nos va a salvar nadie y menos los que están deseando ser los primeros en abandonar el barco llevándose con ellos el tesoro. Nuestrooooo tesoroooo.
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